Jorge David García, febrero de 2016
Primer acto, primera escena.
El loco
Un niño -o quizás un loco- llora de manera desenfrenada. Berrea. Hace un ruido colosal que molesta a las personas que se encuentran a su alcance. Un adulto, presuntamente preocupado por conducir al niño o loco hacia una vida funcional, le reprende violentamente por romper, a través de sus molestos berreos, las sagradas normas de la cultura. El a-normal, sin embargo, no comprende las razones del presunto hombre sensato, por lo que lejos de calmar su rabia descontrolada aumenta la intensidad de sus ruidosos alaridos. Pues las reglas del represor son para el reprimido límites arbitrarios que no hacen más que sofocar su deseo: negatividades que se oponen a su necesidad de ser fuera de las constricciones que los adultos, los cuerdos y los sensatos llaman con orgullo orden social.
Esta escena tiene lugar en algún pasillo subterráneo, posiblemente una estación de metro, donde las paredes reverberantes amplifican los chillidos del niño o del loco. Esta reverberación provoca que las personas que transitan el pasillo aumenten con nerviosismo la velocidad de su paso. Salvo el adulto represor que comienza a rendirse, poco a poco abandonando sus sensatas intenciones, el resto de los transeúntes finge no reparar en el escándalo que cubre la totalidad de aquel espacio.
Pero simulan inútilmente: es evidente que por más que lo intentan no consiguen ignorar el ruido penetrante que invade su intimidad y los sumerge en la tragedia del estruendo cotidiano. Del estruendo social que, paradójicamente, es el ser antisocial quien se encarga de encarnar a través de sus berreos. Cabe agregar que nadie sabe cuándo comenzaron los llantos del chillón ni cuándo dejarán de resonar en aquellas paredes.
Segundo acto, primera escena.
Castoriadis y el mar
Pisa la arena, mira el agua penetrar en el espacio creado por su huella. Cualquiera habría enfocado su atención en las obvias causalidades de aquel espectáculo: el mar sobre la huella vierte sus minerales, ocupa por un momento el espacio de la pisada y vuelve después al océano reverberante, llevándose consigo parte de la huella que en la próxima ola acabará, finalmente, por difuminarse; pero nuestro personaje prefiere pensar en los aspectos no causales de aquella situación: el aire que mece las sales estancadas, el tiempo nunca igual que tarda la resaca en reclamar el retorno de las aguas a su mar, el ojo que desvía su atónita atención al compás de un ruido extraño sin motivos aparentes. Para el caminante, aquella escena está plagada de circunstancias imprevisibles que impiden reducirla a un fenómeno “normal”, es decir, a uno que responda a las previstas leyes de la ciencia.
De todas las circunstancias que conforman la escena, la que más inquieta al caminante es el ruido sin motivos que captara su atención mientras veía su huella disolverse. Pensando en la relación que el flujo del mar tiene con el fluir de las sociedades humanas, el personaje se pregunta qué relación tiene el ruido con las formas de sociedad y con la manera en la que éstas interpretan lo existente, con las huellas humanas que marcan nuestra historia y con la disolución de dichas huellas cada vez que la humanidad desemboca en nuevas olas. Los hechos humanos, pensaba el caminante, son como las huellas que el mar se lleva en su resaca: efectos de nuestro paso que con el tiempo se disuelven convirtiéndose en recuerdos. Y tal como los recuerdos se graban en nuestra mente sólo cuando los hechos rompen lo cotidiano para convertirse en acontecimientos que merecen ser recordados, lo que queda de la huella no es el ciclo repetitivo del fenómeno “normal”, sino el ruido imprevisto que desvía la atención convirtiendo lo previsible en un hecho extraordinario.
Después de meditar tendidamente sobre el asunto, el caminante respira, fija su atención en la arena palpitante y afirma con aires de filósofo: “no creo que se pueda hablar propiamente de ruido con relación a la sociedad”: “el ruido o desorden es, desde su comienzo, el portador de un (nuevo) orden y de (nuevas) significaciones y sólo puede existir materialmente por ser tal portavoz”.
Justo en el momento en el que profesa tales palabras, nuestro personaje se percata de que a su lado hay una huella desconocida que no corresponde con su pisada. Voltea cauteloso, aguza su mirada, pero no ve a nadie alrededor y jamás se percató de que nadie se acercara. Confundido, asustado, fija su atención en aquella marca ajena y mira cómo el mar se introduce entre sus poros. Respira, tiembla débilmente, dejándose sorprender por el estruendo ensordecedor de un extraño ruido.
Primer acto, segunda escena
El pequeño de Suskind
El hombre ha crecido. No es ya el niño o loco que lloraba en los pasillos subterráneos del metro.
El hombre vive ahora en un modesto departamento ubicado en el centro de la urbe. Tiene suerte de vivir en un séptimo piso, pues el ruido de los autos y los trabajadores matutinos no consigue traspasar el umbral de su descanso antes de tiempo. De manera que el hombre duerme plácidamente desde las once en punto de la noche hasta las siete en punto de la mañana, hora en la que el reloj despertador inaugura el ritual de una jornada laboral que será, como todos los días, una mezcla de cansancio y aburrimiento que sin embargo no es peor de lo que sería cualquier otra clase de jornada. Tanto es así que nuestro hombre prefiere trabajar los fines de semana, pues para él no hay diferencia entre el tedio del trabajo y el hastío que le provoca cualquier otra actividad. Al menos la rutina le permite disfrutar los pequeños detalles que varían en su vida, mismos que serían por demás irrelevantes si sus días estuvieran más cargados de diferencia.
Quizás el pasatiempo preferido del hombre es contar los pasos que ocupa para llegar de su casa a su oficina. Aun cuando sólo son nueves cuadras las que separan los polos de su rutina, el personaje se divierte cambiando levemente de ruta: a veces dobla una esquina antes para compensar su desvío en la calle paralela, a veces gira a propósito en dirección contraria para después retornar, fingiendo estar confundido, triunfante en su objetivo de variar el número de pasos. Aunque él no acostumbra leer, probablemente disfrutaría los textos de De Certeau donde se explica la diferencia entre estar en un lugar y recorrer un espacio. Probablemente se congratularía de pensar que sus pequeñas variaciones de pasos son una forma de reconfigurar el espacio que habita, reinventando lo cotidiano cada vez que camina, contrarrestando así la tediosa repetición de su rutina.
Hay que decir, sin embargo, que esta invención de lo cotidiano tiene claros límites para el protagonista de nuestra escena, pues más allá de las sutiles variaciones que lo entretienen, él prefiere la certidumbre que le brinda el ritual a cualquier desvío desmedido que lo ponga inútilmente en peligro. Pues si hay algo que lo atormenta es el sentimiento de inseguridad que le brinda el enfrentarse a nuevas experiencias. Es por ello que siempre come en el mismo lugar y siempre el mismo plato, siempre cruza la calle hasta que indica el semáforo y evita a toda costa hablar con extraños; sólo tiene encuentros sexuales y amistosos cuando es completamente necesario, siempre manteniendo una máxima higiene corporal y una distancia emocional que lo proteja de males afectivos; no maneja efectivo para disminuir la probabilidad de ser asaltado, nunca compra ropa, ni comida, ni artículos de hogar en establecimientos no certificados. Si se entrega al pasatiempo de variar sus ritos peatonales es porque las calles de su ciudad son todas rectas y todas rotuladas con números sucesivos, lo que hace imposible, o por lo menos sumamente improbable, que sus fingidas distracciones lo conduzcan a un extravío real.
Siendo así la vida de nuestro hombre, no es extraña su sorpresa ante el acontecimiento extraordinario que se da en el transcurso de nuestra escena. Una tarde, volviendo del trabajo, el personaje encuentra en la puerta de su edificio a un niño llorando. A pesar de la inquietud que le genera la personita que berrea a los pies de su casa, el adulto entra en el edificio ignorando al menor y sube a toda prisa al séptimo piso, donde se encierra en su hogar tratando de no pensar en aquella ruidosa desgracia. Sin embargo, el niño sigue llorando toda la noche y no permite que el hombre duerma; a la mañana siguiente el niño sigue ahí cuando el hombre sale a trabajar, y sigue ahí en la tarde cuando aquél regresa de su trabajo.
¿Qué es lo que le molesta en realidad de aquella situación? ¿Es acaso el ruido de los berreos que le impiden dormir y mantener la tranquilidad tan preciada de su vida? ¿Por qué no preguntarle al niño adolorido qué es lo que provoca su llanto permanente, qué razones tiene para pararse ahí, justo ahí, a chillar sin detenerse? ¿Acaso no molesta el niño también a sus vecinos? ¿Por qué hasta ahora nadie ha hecho nada para solucionar esta absurda situación sin motivos aparentes?
Por las noches, cuando el hombre se resigna a aumentar el surco de sus ojeras, sospecha que algo lo vincula con el niño. Como si el llanto trajera de las sombras algún recuerdo lejano, como si un eco incompresible surgiera de aquel molesto ruido. “Mañana hablaré con el pequeño y lo haré callar a toda costa”, se repite cada noche el personaje, pero cada día sale inquieto de su casa sin atreverse a mirar a los ojos al niño.
De haber leído a De Certeau, probablemente el hombre se habría reconocido en esta frase:
“en el interior de las fronteras, el extranjero estaría ya del otro lado, exotismo o aquelarre de la memoria, inquietante familiaridad. Todo sucede como si la delimitación misma fuera el puente que abre el interior a su otro” (De Cereau, p…).
Tercer acto, segunda escena
Enfermedades parasitarias
El parásito no comprende cómo pudo llegar a estar enfermo. Ante la falsa suposición de ser inmune a toda clase de padecimientos parasitarios, el parásito se enfrenta a una cruenta realidad: mientras él devoraba al niño que lo hospedaba en sus débiles entrañas, alguien más se hospedaba en sus microscópicas vísceras: devorando las entrañas del enfermo devorador, el parásito hospedado en el parásito mayor comía tranquilamente de su incrédulo hospedante, fiel a su pasión y a su instinto parasitario de tomar alimento sin dar nada a cambio.
El parásito parasitado tiene mucho tiempo libre, por lo que puede aprovechar sus horas improductivas, que son prácticamente todas, para escribir filosofía que lo ayude a comprender la absurda condición en la que ahora se encuentra. El parásito consigue en pocos días descubrir que las cadenas parasitarias son comunes, e incluso necesarias para la evolución de las especies, y al cabo de las semanas desarrolla una compleja teoría que sugiere que los parásitos son también fundamentales para la expansión de las sociedades humanas. Todas estas ideas lo llevan a suponer que su huésped no es tan malo como parece, aunque la triste realidad es que el parásito ilustrado cada día se encuentra más enfermo.
¿Cómo se ha enterado nuestro héroe de que un ser aún más ínfimo que él se encontraba devorando sus pequeñas entrañas? A partir de un ruido extraño proveniente de sus tripas. Más específicamente, el descubrimiento tuvo lugar una noche en la que el silencio invadió el entorno sonoro del parásito. Cosa rara, ciertamente, pues desde tiempos inmemoriales el niño parasitado lloraba sin parar, no dejando lugar a vacíos acústicos que permitieran escuchar el sonido delator. Pero bastaron los escasos segundos en los que el niño interrumpió sus berreos, para que el microscópico personaje se enterara de que otro ser, aún más microscópico que él, habitaba en su interior devorándolo lentamente.
El ruido del niño devorado volvió después de aquellos segundos, mientras el ruido del huésped devorador no dejó de hacerse presente una vez que fue detectado. Atrapado de ese modo entre dos universos estruendosos, es loable que el micro-pensador sea capaz de desarrollar sus complejas teorías sociológicas, aunque esto no es todavía suficiente para que logre revertir los terribles efectos de su invisible devorador. Convencido de que la razón es capaz de conseguir la solución a cualquier problema, el razonable parásito ocupa todo su tiempo al ejercicio de entender el problema que lo atormenta. Más de alguna vez ha experimentado con remedios dirigidos a matar a su habitante, y cada vez ha comprobado el fracaso de sus métodos y la consecuente persistencia, cada día más insoportable, del ruido y el dolor que el parásito menor provoca a su ya moribundo hospedante.
Si en su minúscula condición de parásito ilustrado tuviera acaso acceso a libros humanos, probablemente el micro-enfermo se interesaría por leer las complejas teorías de Michel Serres, sobre todo aquéllas que plantean lo siguiente:
“Es común es que un sistema se describa como un ente armónico (…). Desde esa perspectiva, ¿qué caso tiene discutir los aspectos problemáticos de dicho sistema, qué caso tiene preocuparnos por un sistema en desequilibrio, por uno que no funciona correctamente? Y sin embargo no sabemos de ningún sistema que funcione perfectamente, es decir, sin pérdidas, desvíos, lágrimas y sudor, errores, accidentes, opacidad (…). De ahí que un sistema tenga relaciones interesantes con aquello que se considera como sus faltas y sus depreciaciones. ¿Qué decir, entonces, de sus ruidos y sus parásitos? ¿Es posible reescribir la descripción de un sistema (…) ya no desde la clave de su armonía preestablecida, sino ahora desde el enfoque de sus acordes disonantes?”(Serres, 13).
Desde la perspectiva propuesta por Serres, la enfermedad parasitaria del pequeño pensador habría sido considerada como una suerte de disonancia: como una fuente de diferencia ruidosa que resulta sustancial para la vida. Pues la diferencia, habría el parásito leído en los libros de Serres, “es parte constitutiva de la cosa, y posiblemente sea incluso la parte que produce la cosa. Quizás la diferencia, aun cuando el racionalismo clásico la haya condenado al infierno, constituya en realidad el origen radical de las cosas. En el principio era el ruido” (Ibid). “El ruido destruye y horroriza, pero el orden y la repetición son aledaños a la muerte. El ruido alimenta un nuevo orden” (Serres, 127).
Ante tales divagaciones, el moribundo parásito no habría encontrado solución a sus pesares, pero habría al menos sabido que ni su mortal enfermedad ni el llanto infantil de su hospendante eran en el fondo acontecimientos improductivos. Incluso ante el umbral de su probable muerte, nuestro héroe contribuía a la producción de diferencia social, y al menos ese hecho habría calmado el absurdo sentimiento que aquejaba su agonía. Lástima que el parásito, en su iletrada condición de ser microscópico, no tenía acceso a discusiones sociológicas como las que generan los parásitos humanos.
Segundo acto, segunda escena
Viaje al fondo de la arena
Ante el horror que le provocara la pisada ajena, ante el desconcierto de ignorar el origen de una huella extraña que apareciera a su lado sin motivos aparentes, el caminante decide hundirse en la arena. Tal como ocurriera en un famoso cuento de Cortázar, el personaje de nuestra escena se sumerge en el suelo hasta llegar a enterrarse de pies a cabeza. Pero a diferencia del relato cortazariano, nuestra historia no termina en el entierro total, sino que empieza justamente cuando el antes caminante, ahora explorador subterráneo, descubre los secretos ruidosos del subsuelo.
De lo primero que se entera es de que las huellas no se esfuman por completo ante el ataque del mar, sino que dejan rastros en las capas enterradas de la arena. En su afición por comparar los fenómenos marinos con el complejo fluir de los asuntos sociales, el subterráneo explorador concluye que también la historia humana es un complejo palimpsesto de huellas mal borradas: superposición inverosímil de acontecimientos sin importancia que se filtran en los resquicios de los grandes acontecimientos.
Más aún, en el transcurso de su hundimiento el reflexivo contemplador se percata de que el palimpsesto de rastros de huellas es sostén fundamental de las diversas capas del subsuelo, lo que en términos sociales lleva a suponer que la historia se sostiene sobre una suma incalculable de hechos irrelevantes, fragmentos de pisadas que fueron olvidadas por la corriente de los relatos oficiales.
Pero lo que más inquieta al subterráneo pensador no es la materialidad propia de los rastros de huellas, sino las contingencias que se reflejan todavía en aquellos vestigios: en cada marca tectónica puede aún leerse el viento que meció las aguas estancadas, en cada surco dibujado queda la expresión del tiempo nunca igual que la resaca tardó en devolverle al mar sus olas. Es imposible saber si nuestro personaje alucinaba o si era testigo de un fenómeno inexplicable, pero podía además escuchar todavía los ruidos que distrajeron a los diversos observadores de las huellas: billones de miradas desviadas por sonidos extraños daban brillo a los minúsculos diamantes formados, mientras que cada cristal retribuía su brillo con un canto gutural que armonizaba aquel escenario.
De haber podido volver a la superficie, seguramente el personaje habría observado a la humanidad con ojos distintos, la habría escuchado con oídos renovados. Probablemente la experiencia en las profundidades de la arena lo habrían hecho consciente del ruido ensordecedor que los recuerdos humanos generan, ruido que se mezcla con los hechos sin importancia que sostienen a toda sociedad. Habría quizás pensado que lo que llamamos “historia” no es sino una capa superficial que, aunque a quien camina sobre la arena le parece coherente con la voluntad y la consciencia de los hombres que la generan, está en realidad constituida de infinidad de contingencias, ruidos enterrados que se pueden escuchar en las extrañas ocasiones en las que el silencio calma la marea.
“¿Qué puede dar al número incalculable de gestos, actos, pensamientos, conductas individuales y colectivas que componen una sociedad, esa unidad de un mundo en el que cierto orden (…) puede ser encontrado tejido en el caos?” (Castoriadis, p.74): pensaba el explorador subtérrano mientras se percataba de que la superficie quedaba cada vez más lejana. Consternado, pensativo, nuestro personaje se hundía en un viaje sin regreso y no sabía a dónde iba a parar.
El misterio de la huella extraña, dicho sea de paso, queda para el hundido en el terreno de las cosas inexplicables, uno más de los infinitos acontecimientos no causales que determinan el curso de nuestra historia.
Tercer acto, primera escena
El origen del universo
Después de un tiempo indefinido de hundirse entre cavernas porosas, llega el personaje al fondo del abismo. Ha pasado tanto tiempo que no recuerda ya de dónde viene, cuál es su nombre, cómo llegó a este extraño recinto. No sabe dónde está ni cómo comportarse en una cueva tan lejana a lo que su mente confundida hubiera sido capaz de imaginar. En sus recuerdos fragmentarios el mundo era luminoso, el suelo era estable y el cielo era una manta lejana e imponente, nada qué ver con este espacio pantanoso en el que el suelo vibra todo el tiempo, en el que prima la oscuridad, en el que las paredes se retuercen cada vez que llega ese sonido colosal que lo pone tan nervioso.
Pasan semanas, meses, tal vez años antes de que comprenda que es un parásito, y que su fluctuante habitación es el estómago vibrante de algún pequeño humano. Lo anterior es descubierto de manera gradual, a raíz de deducciones sobre ruidos lejanos y ácidos que inundan cada tanto aquel lugar. Reconstruyendo conocimientos olvidados y aprendiendo a reconocer sus nuevos hilos instintivos, el parásito termina por ceder a su condición y se entrega a las labores alimentarias. Poco a poco aprende a disfrutar los extraños manjares de su nuevo ecosistema, a convivir con los seres todavía indescriptibles que habitan su nueva realidad.
Una vez que termina de asumir su nueva ontología, el parásito comienza una relación fraterna con su niño. Juega a molestarlo con ruidos incontrolables que provocan la molestia de los adultos humanos, tripas estruendosas que interrumpen el silencio de los momentos solemnes. Juega a avergonzarlo con gases digestivos que provocan la burla de sus amigos, juega algunas veces a provocarle cosquillas en sitios de su cuerpo que se toman como prohibidos. Al principio, el niño acepta con humor todas esas travesuras y sin siquiera sospecharlo retribuye a la amistad que su invisible huésped le propone. Ríe cuando el parásito juega con sus entrañas y abraza su estomaguito en un gesto de amor cada vez que el microorganismo le juega alguna broma.
Pero al paso de los meses, los juegos parasitarios se hacen cada vez más molestos. Las cosquillas ceden al dolor y los abrazos amorosos se convierten en gestos de agonía. El silencio, necesario para que las bromas del micro-amigo surtan efecto, se anula frente al ruido del llanto cada vez más frecuente del niño. El parásito comienza por perder su cariño hacia ese ser abarcador que le sirve de universo, hasta el punto de olvidarse del otro y de pensar únicamente en devorar, en crecer, en expandir sus efectos sobre aquél que sin saberlo lo alimenta.
El parásito se siente tan pleno, tan poderoso, que cree que el mundo está hecho sólo para él y que sus reglas estructuran la totalidad del universo.
Cuarto acto
La sociedad negativa
Este acto está protagonizado por una sociedad negativa: un cuerpo social enfermo, un ser colectivo que se conduce con torpeza y que no es capaz de estructurar de manera productiva a los diversos individuos que lo componen.
La sociedad negativa fue necia desde pequeña. Las sociedades mayores le decían que nada iba lograr con un carácter tan improductivo y con un desorden tan abrumador como el que estructuraba su desordenada vida. La criticaban por no saber cómo dominar los deseos y ansiedades de sus inútiles individuos, por no atacar ni controlar los vicios humanos en pro de un proyecto de desarrollo social que pusiera por delante el interés civilizado.
Pero la sociedad negativa no entendía nada de aquellos reclamos, o en su defecto no le interesaban. Ella era feliz con su desorden estructural o su estructura desordenada, feliz con su afición por el deseo y la ansiedad y por su forma desenfrenada de tratar los asuntos humanos. En su universo, la mayoría de las personas disfrutaban de una vida sin restricciones, sin trabajos abrumantes y sin mayor responsabilidad que vivir intensamente. La gente trabajadora obsesionada con producir vivía en los suburbios periféricos y era en general marginada; las mayorías sociales hacían todo lo posible por invisibilizar a esas pobres lacras que interferían en un proyecto social para el que el orden, las normas y el sacrificio aparentemente no tenían cabida.
Esto no quiere decir, sin embargo, que en la sociedad negativa las personas parezcan felices ni vivan tranquilamente. Por el contrario, el ruido domina las calles de su ciudad y toda clase de malestares invaden la cotidianidad de grupos e individuos. Los pleitos son comunes, los gritos permanentes, la falta de reglas da lugar a un sin fin de conflictos y es difícil transitar las avenidas sin ser atropellado. Hay disfrute, ciertamente, en la vida desenfrenada que viven sus integrantes: los vicios no se controlan, los flujos corporales no se ocultan ni reprimen y los deseos sexuales, alimenticios y lúdicos se satisfacen abiertamente sin mayores restricciones; los niños lloran libremente sin que nadie los reprenda y las personas celebran a todo pulmón los acontecimientos más intrascendentes. Pero a la sombra de tanta libertad los individuos chocan con frecuencia, abusan constantemente unos de otros, y es difícil que dos personas se pongan de acuerdo.
Además, a pesar de su repudio hacia la gente trabajadora y los amantes del orden, la sociedad negativa depende de ellos para poder mantenerse viva. Son los trabajadores quienes producen el alimento y son los ordenados quienes generan esos límites externos -o límites internos que se asumen falsamente como externos- que evitan que todo mundo se mate abiertamente. Son los excluidos, los marginados, los invisibles, quienes dotan a la ciudad de elementos estructurales sin los cuales no sería posible la subsistencia. El ruido nunca reconoce las músicas armónicas de aquellos seres detestables -pues a la gente trabajadora le gusta escuchar música tranquila, ordenada, deliciosamente delicada que contrasta con la música ruidosa que escuchan las personas normales- pero a pesar de ello necesita de ciertas armonías sociales. La sociedad negativa niega, por supuesto, dicha realidad, pero eso no impide que haga lo necesario para que el orden se mantenga, aunque marginado e invisibilizado, en rincones estratégicos en los que sirva lo suficiente para no molestar demasiado.
Pese al desorden estructural que domina en su universo, la sociedad negativa se integra también por eruditos entregados a los vicios del estudio. Sin embargo, los intelectuales de este mundo no comparten las razones de quienes estudian el universo en otro tipo de sociedad. Los sociólogos negativos, por ejemplo, consideran que el desorden -o lo que nosotros veríamos como tal- es en realidad una forma de organización que es positiva en su propia naturaleza. Para ellos, el ruido es un medio de comunicación tan efectivo como cualquier sistema lingüístico, y la conducta desenfrenada es un modo de administrar los impulsos y deseos que inevitablemente surgen con la vida. El caos vial, de acuerdo con ellos, responde a una lógica naturalizada que no merece ser cuestionada: cualquier persona puede moverse libremente por la ciudad, independientemente del medio de transporte utilizado. Los accidentes son comunes, pero ello es parte constitutiva de la realidad y por ende no hay razón para evitarlos: si el cabello se cae querámoslo o no, si las uñas crecen hagamos lo que hagamos, es normal que las personas se caigan de vez en cuando y que crezca la incertidumbre sobre los actos humanos. No hay por qué negar aquello que somos ni por qué asustarnos de los aspectos más comunes de nuestra vida, no hay por qué limpiar nuestras supuestas imperfecciones, no hay por qué ordenar geométricamente los espacios que habitamos de manera cotidiana. Somos lo que somos, y la manera más coherente de ser es la aceptación de nuestra propia naturaleza caótica, desordenada, exenta de normas artificiales e innecesarias. Todo orden, toda ley, debe ser eliminada o por lo menos escondida de manera que no interrumpa la decencia social.
Algunas veces, sin embargo, surgen situaciones en las que el orden y la armonía no pueden esconderse. Un ejemplo de ello son las crisis emocionales en las que las personas afectadas tienden a acomodar simétricamente todos los objetos que tienen en sus casas; otro ejemplo lo encontramos en los niños enfermos, que rendidos por el cansancio dejan de llorar y se comportan dócilmente. Para esas situaciones existen médicos, psicólogos y profesores que se encargan de conducir a los seres afectados de vuelta a la normalidad del ruido y el desorden. Pero existen ocasiones en las que toda la sociedad colapsa por un instante, en el que no bastan los médicos ni los psicólogos para evitar que todas sus periferias broten en corazón mismo de las ciudades, llenando las calles de una incómoda tranquilidad y de un orden exacerbado que molesta a los más tolerantes. Esas veces, la sociedad negativa debe reconocer a los sectores excluidos y otorgarles por un momento su derecho a ser mirados, reflexionar sobre el papel que el orden y la ley juegan en su sistema, dotar a los marginados de una nimia recompensa por sostener con sus labores el ocio y el placer de las inmensas mayorías. En esas ocasiones es común que alcen la voz ciertos sociólogos negativos que tratan de comprender el papel que juega el orden en la vida, llegando incluso a sugerir que el ruido y la armonía son extremos concomitantes de una misma realidad.
Entre los pensadores negativos existe una leyenda que se ha vuelto proverbio para los intelectuales más apasionados. Dicen que alguna vez, durante una crisis abrumadora, un sociólogo negativo viajó a otra sociedad para tratar de comprender cómo otras culturas lidian con la música y el orden. Después de viajar años y décadas en busca de un sociólogo positivo que estuviera dispuesto a dialogar, el héroe de la leyenda encontró a un (anti)colega que accedió a escucharlo. Pero cuando empezaron a intercambiar palabras y argumentos se dieron cuenta de que no podían comunicarse: el erudito negativo hacía ruidos desarticulados y gritaba a niveles de intensidad ensordecedores, mientras que el intelectual positivo hablaba en lenguas estructuradas que al primero le resultaban monótonas, planas, incomprensibles. Cuando se convencieron los dos de que ningún diálogo fructífero surgiría de aquel intercambio, guardaron silencio y se miraron fijamente. Entonces pudo el sociólogo negativo entender lo que el otro trataba de explicarle, y el otro pudo comprender lo que aquél le preguntaba. En el silencio se logró esa extraña comunión entre las sociedades opuestas que cada uno representaba, en silencio se separaron aquellos caminantes; en silencio comprendieron que en el fondo no había tanto abismo entre sus respectivos sistemas sociales: aunque en distintas proporciones, en ambos eran los sectores marginados los que sostenían con su trabajo a las personas ociosas, en ambos era necesaria una tensión no reconocida entre los aspectos aceptados de la sociedad y aquellos rechazados, negados, invisibles. Ante tales descubrimientos, el legendario pensador caminó días y semanas. “Exploraré la genealogía de este silencio, los dilemas que habitan en él y las maneras en las que éstos determinaron el destino, el resultado y el producto de mi investigación” (Castillejo, 67), se repitió durante cada paso de su viaje.
Cuando un sociólogo negativo trata de comprender las doctrinas legadas por el héroe de la leyenda, se encuentra siempre con un silencio impenetrable. Nadie sabe qué pasó con aquel personaje, nadie sabe si fue verdad su mítico viaje. La sociedad negativa lo recuerda con un silencio sepulcral, como si quisiera sacudirse cualquier posibilidad de poner en peligro el imperio incuestionable de su ruido.
Primer acto, tercera escena
La mirada silenciosa
No sabría explicar sus razones, pero el hombre ha terminado encariñándose con el niño.
Todo comenzó una tarde en la que regresaba del trabajo cansado, particularmente harto de la monotonía de su vida. Cosa curiosa, ese día no contó los pasos de su trayecto ni se interesó en variar su ruta, no prestó mayor atención a cuidarse de peligros y comió en un lugar distinto. Al llegar a su casa encontró, como todas las tardes, al niño llorando de manera incontenible, pero esta vez decidió no fingir ignorarlo. Nervioso, cauteloso, se acercó al pequeño afligido, lo miró a los ojos y sin poder pronunciar palabra le hizo un gesto de saludo y alcanzó a esbozar una suerte de sonrisa. Ante tal extrañeza, el niño suspendió por un momento su llanto y alcanzó también a dibujar una sonrisa, correspondió al adulto con un tímido saludo y una mirada silenciosa, y al acto siguió llorando al modo acostumbrado.
¿Qué ocurrió aquella tarde entre el niño y el adulto? Imposible decirlo. Pero el hecho es que a partir de entonces el niño sabe que llora para aquél, mientras aquél reconoce que escucha para el niño. Como si cada mañana fuera el ritornelo de un extraño mundo creado por ellos, para ellos, a partir de sus sonidos y sus escuchas, repiten cada día el ritual de sus rutinas con la extraña certidumbre de no estar solos. Por paradójico que sea, el llanto del niño se ha vuelto para el adulto el esbozo de un centro estable y tranquilo, estabilizante y tranquilizante, en el seno del caos (Deleuze y Guattari, 318) que representa el mundo amenazante. Ahora el hombre ya no sólo tiene una casa, sino que por fin ha abierto su círculo personal y ha dejado entrar a alguien (ibid): a su amigo ruidoso que, aunque no ha calmado su dolor, existe ahora para otro y para el otro sigue llorando.
No es que el hombre haya dejado entrar al niño a su casa, no es que el niño haya sido protegido por el adulto trabajador que apenas lo mira. En realidad, a los ojos de los demás la indiferencia del primero sigue siendo la misma de siempre, mientras que los berreos del segundo en nada han disminuido. Sólo es una incompleta sonrisa, un guiño imperceptible el que une ahora a ambos personajes, pero eso basta para que el mundo de los dos sea completamente distinto. El niño ahora sabe que en caso de morir será llorado por alguien; el adulto ha aprendido a visitar lugares diferentes, a disfrutar la variedad gastronómica y a entablar de vez en cuando diálogos fragmentarios con gente desconocida. La rutina continúa, el silencio sigue siendo cómplice del ruido, pero un círculo ha sido dibujado entre los dos y ellos abrazan el dibujo con cariño.
A partir de aquel encuentro incomprensible con el niño, el hombre ha tenido un sueño recurrente. Algunas noches, sobre todo cuando llega más cansado del trabajo, sueña con una infancia lejana en la que él no paraba de llorar. Cuando despierta, el llanto onírico se mezcla con el llanto real del niño que berrea a los pies de su casa. En esas ocasiones, el personaje se levanta y mira a la ventana como si temiera que el niño no existiera más allá de sus sueños. Pero el pequeño sigue ahí, llorando como siempre, y el adulto respira sin poder dormirse de nuevo.
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