Jorge David García, enero de 2015
Los cuentos infantiles, los mitos, las crónicas de viajes, nos hablan de realidades cotidianas, de construcción de imaginarios que representan dualidades milenarias: la vida y la muerte, el deseo y la prohibición, la libertad y la opresión o sumisión del ser humano hacia su propia sombra enrarecida.
Hablando de música, pensemos en el cuento del flautista de Hamelin. En aquella historia que ha acompañado las fantasías y abonado el inconsciente de tantas generaciones, el apuesto héroe fálico libera al pueblo hamlinés de la plaga que lo aquejaba. Pero ante la falta de pago, el flautista somete al pueblo a su magia musical, privando a los habitantes de aquella población de su propio futuro. Si los hamlineses no cumplían con la plata prometida, los niños morirían en la cueva y el oportunista buscaría nuevas ratas a las cuales ahuyentar, con el fin de someter a sus siguientes pueblos.
Otra historia que es común entre “músicos libertarios” es la del lirista griego Orfeo, quien además de haberse liberado de las impúdicas sirenas al haber ganado contra ellas un concurso musical, fue capaz de conmover con sus encantos sonoros a los dioses del Averno. En el conocido mito, nuestro héroe rescata a su amada del inframundo con los poderes alienantes de su lira; pero al final de su trayecto rescatista, la pierde nuevamente por haberla mirado antes de salir de los terrenos del Hades. Euridice se evapora entonces ante los ojos de su amado, y la música de Orfeo, supuestamente capaz de lograr la liberación, resulta en realidad un instrumento impotente ante los designios déicos. Su poder estaba, finalmente, condicionado a la lucha contra enemigos sobrenaturales que, aunque decían conmoverse, realmente respondían a planes superiores que ni Orfeo ni su lira eran capaces de comprender.
Muy distinta a las anteriores es la historia narrada por Juan Rulfo, quien alguna vez contó que un pueblo oaxaqueño defendió su territorio con música de banda. Según nos cuenta el escritor mexicano, hacia los años de 1950 fue testigo de una guerra meramente musical entre los Mixes y los Zapotecos, en la que los primeros lograron detener una invasión de los segundos, tocando sin parar durante días enteros. No atreviéndose a traspasar la barrera ancestral que la banda musical imponía, los Zapotecos entendieron que la comunidad era más fuerte que las ansias de expansión territorial, y abandonaron con dignidad aquella lucha que se libró sin una gota de sangre.
¿A qué queremos llegar con tanto cuento? A decir que muchos de los problemas que tenemos en la actualidad son reflejo de un imaginario colectivo, un cúmulo de historias interiorizadas que nos hablan del individuo como unidad social y de la dominación como único medio de orden. Esto tiene que ver, por supuesto, con la relación que tenemos con la libertad, con la compartición, y con toda una serie de valores. Es así que las primeras dos historias, las que nos fueron contadas a muchxs de nosotrxs cuando éramos niñxs, nos hablan de un sentido de libertad condicionado por el poder, ya sea del verdugo patriarcal que posee los dones musicales, o del cínico dios que juega con la ilusión del músico dotado; la tercera historia, en cambio, nos muestra una noción libertaria que triunfa por ser comunitaria: si los Zapotecos se retiraron fue porque compartían con los Mixes una cosmovisión en la que la música era un espacio sagrado de convivencia humana, un arma pacífica capaz de revertir la privación y el dominio de unos sobre otros, de unir sin desgarrar, de hacer sonar el más profundo sentido de liberación humana. Pero esa historia, por supuesto, no nos fue contada en la infancia.
La industria musical, el Internet, los medios masivos, están hoy en día llenos de flautistas de Hamelin, de dioses del Averno, y de roedores, niños, eurídices y orfeos que juegan a liberarse, a evaporarse o a dejarse atrapar dócilmente por el villano. Pero también existen bandas mixes y pueblos zapotecos, que al liberar se liberan también de sus propias ambiciones. Es aquí donde la música libre entra en la jugada. Al privilegiar el bien común, al trabajar con software libre, al promover el uso de licencias permisivas y la implementación de formas colaborativas de trabajo, nos habla de una historia que aunque no nos fue contada es posible que escribamos nostrxs. Es verdad que la música libre es también un terreno de luchas, de incompletudes, de contradicciones que algunas veces son productivas y otras tantas constituyen meros engaños, pero en ese mar de ambigüedades navegamos y seguiremos navegando con tal de no hundirnos.
¿Pero qué brújula usar para saber hacia donde navegar, para tener al menos la certeza de que avanzamos hacia alguna dirección y de que el mundo ya no es plano ni cuadrado? ¿Cómo pensar críticamente el problema de la libertad en la música, con miras a distinguir los mecanismos que verdaderamente alimentan procesos de emancipación social, respecto a aquéllos que en nombre de la liberación nos atan con más fuerza?
Los campos del software libre y de la cultura libre son terrenos fértiles para echar a andar procesos de liberación que a lo largo de las tres últimas décadas han probado ser efectivos. Con sus principios de compartición, cooperación y libre utilización de recursos comunes, estos movimientos han tenido un impacto importante en las formas de producción cultural, y por supuesto también en la música. Sin embargo, es importante tener cuidado con no “pecar de Orfeo”, con no confundir la potencia que los movimientos vinculados con el software libre tienen, con maneras simplistas de llevar a la práctica lo que dichos movimientos plantean. Un ejemplo común de este tipo de reduccionismos es creer que el mero hecho de utilizar programas de software libre para editar, sintetizar o procesar música es un un paso decisivo para lograr la libertad artística, o pensar que por usar licencias Creative Commons se está generando automáticamente un nuevo modelo de economía. Ambas estrategias son, ciertamente, piezas útiles para dar forma al complejo rompecabezas que figura la libertad, pero sólo en la medida en que respondan a un proyecto integral de producción que en su conjunto se distinga del modo capitalista, es decir, de aquel que privilegia el bien individual y la propiedad privada por encima de los bienes comunes.
Esto se relaciona con lo que Michael Hardt y Antonio Negri proponen en su libro titulado “Bien Común” -Commonwealth-, en el que establecen tres ejes fundamentales que habría que seguir para consolidar un nuevo sistema productivo. Por una parte la horizontalidad, que se refiere a la distribución equitativa y la no centralización de los recursos y medios productivos; por otra la autonomía, que implica la capacidad de generar procesos culturales que no dependan de las empresas o de los gobiernos neoliberales; finalmente la cooperación, que pondera la libertad de que las personas se organicen para trabajar de manera colectiva, haciendo frente a las formas individualistas de generación, distribución y uso de los bienes culturales. Con estas tres medidas en mentes, es posible construir una música libre que verdaderamente sirva para imaginar en el acto, para hacer sonar de manera ruidosa, una nueva forma de comprender la relación del arte de los sonidos con la sociedad, con la comunalidad y con la tantas veces anhelada libertad creativa.
Cuando uno lee de niño un cuento o cuando escucha a sus abuelos narrar alguna historia, uno se identifica con personajes que quiere ser cuando crezca. Cuando uno crece, los personajes se incorporan a nuestra vida, se encarnan en nuestros vicios, se normalizan como hábitos que pasan por incuestionables, inamovibles, inevitables. Así la música creció con mitos de la infancia que forman parte de un inconsciente colectivo. Pero la magia del ser humano reside en su propia capacidad para reinventarse, y como él, su música es también capaz de recrear su propia condición, de replantear sus propias ansiedades o morir, al menos, en el intento. De acuerdo con Platón, el pecado de Orfeo estuvo en no haber sido capaz de morir por el amor de su amante, sino de haber preferido el mundo de la ilusión que la música terrena enarbolaba.
La libertad es quizás el valor que más ha sido perseguido por los hombres y mujeres desde tiempos antaños. En nombre de la libertad se han librado las guerras más sangrientas, pero también han germinado obras de arte, descubrimientos científicos, actos de solidaridad que son ejemplo de dignidad humana. Pero si algo queda claro es que la libertad no es un asunto fácil, sino un atentado contra aquello a lo que estamos acostumbrados. Soltar los lazos individualistas, poner en cuestionamiento nuestros principios estéticos y creativos, negociar con nuestro entorno pero sobre todo con nosotrxs mismxs, son todos ellos actos sacrificales para los que no siempre estamos listxs, y esto algo que debemos también tomar en cuenta. ¿Cuántxs de nosotrxs estamos dispuestxs a renunciar a la autoría exclusiva, al uso de sistemas computacionales a los que estamos acostumbradxs, a la lógica compositiva que triunfa en los concursos y en las becas, al reconocimiento individual que es un nutritivo alimento necesario para el ego?
Hardt y Negri reivindican en su libro a los monstruos. Haciendo eco de Deleuze, nos hablan de la importancia de dejarse transformar por lo monstruoso que habitan en nuestra propia potencia creativa. En los mitos y los cuentos infantiles, los monstruos son constantemente marginados y convertidos en algo indeseable, algo que debe ser negado y atacado para que la sociedad siga siendo lo que es. Pero nosotrxs no queremos que la música siga siendo privativa, ni queremos seguir sacrificando a nuestros niños con tal de venerar a los flautistas. Si hemos de concebir la libertad musical como un proceso revolucionario, habría que estar dispuestos a dejarnos sorprender por lo que seríamos si nos liberáramos de lo que también somos ahora. “La revolución no es para la corazones delicados. Es para monstruos. Uno tiene que desprenderse de lo que es para descubrir lo que puede devenir”. (Hardy y Negri).
Y en ese debate interno con lo monstruoso, la libertad se nos presenta como un proceso abierto, como un terreno ambiguo que debemos recorrer reconociendo nuestro propios límites y tiempos, pero sabiendo que sin autonomía, cooperación y horizontalidad será imposible hablar de un verdadero proyecto de libertad artística. Tomémonos el tiempo necesario, pero sin olvidar que el contexto social de privaciones y terror que vivimos hoy hace de la libertad un asunto urgente y prioritario que sirve, como dijera Eduardo Galeano a propósito de la utopía, de horizonte inalcanzable que sin embargo nos incita a caminar. La realidad contemporánea es también monstruosa, pero de una naturaleza muy distinta a la de la sirena bestial que nosotrxs queremos alimentar.
Si hemos de elegir con cuál monstruo bailar, hemos de escoger sin duda al monstruo liberado.
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