Jorge David García, febrero de 2017 Una versión desarrollada de este artículo puede encontrarse en el libro Música, sociedad y cultura.
El ruido puede definirse de diversas maneras. Torben Sangild, por ejemplo, señala tres acepciones que de alguna forma engloban sus posibles variaciones semánticas: en su vertiente acústica, el ruido se define como “los sonidos que son impuros e irregulares, sin tono y sin ritmo” (2002: 5); en su acepción comunicativa, “el ruido es aquello que distorsiona una señal en el camino que la lleva del emisor al receptor” (ibid: 6); y en su significado subjetivo corresponde a los “sonidos implacenteros”, los “irritantes”, los que molestan al receptor a partir de sus propios valores y expectativas (ibid: 8).
Sin obviar que podrían haber otras maneras de definir el concepto referido, tomaremos la clasificación de Sangild como punto de partida para el análisis que aquí realizaremos. Es así que asociaremos los sonidos impuros e irregulares con la incertidumbre social, para después vincular los ruidos distorsionantes con la figura metafórica del parásito, y finalmente relacionar la irritación auditiva con los procesos de violencia que se generan en el ámbito acústico. Pero antes de comenzar, conviene subrayar que enfocaremos nuestro discurso en el terreno específico de los entornos urbanos, y más concretamente en el contexto particular de la Ciudad de México. Es importante tener en cuenta que las consideraciones que lanzaremos en su momento podrían no corresponder -o no completamente- con las situaciones que se viven en espacios rurales, o incluso en otro tipo de ciudades, por ejemplo las que pertenecen a países “primermundistas” en los que las condiciones sociales, políticas y económicas son muy diferentes a las que se viven en la capital mexicana.
Habiendo hecho tales advertencias, comencemos con nuestro primer eje de análisis, para lo cual escucharemos dos fragmentos sonoros que, a pesar de sus diferencias, comparten una serie de características acústicas que los hacen propicios a la etiqueta de “ruido”:
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A pesar de las diferencias cualitativas que presentan estos sonidos, comparten un desorden estructural que nos impide escuchar patrones acústicos: en ningún caso tenemos tonos “musicales” ni figuras rítmicas precisas, ni podemos reconocer una intención discursiva o una estructura con secciones claramente diferenciadas. Además, ambos coinciden en tener un alto nivel de saturación, al punto de emitir una señal acústicamente distorsionada. Basta ver en las imágenes siguientes el espectrograma correspondiente a cada uno de los fragmentos anteriores, para comprobar la saturación, la “impureza” y la dificultad de observar elementos estructurales que organicen de alguna manera los distintos eventos sonoros que acontecen en cada caso:
Ahora bien, hablando en términos sociológicos, esta falta de estabilidad nos invita a pensar no sólo en las características acústicas del sonido per se, sino también en la falta de causalidad, predictibilidad y organización que los sonidos tienen en un contexto social determinado. Dicho de otro modo, no es sólo por sus cualidades físicas individuales que definimos un sonido como ruido, sino también por la imposibilidad de asociarlo a una causa determinada (pensemos, por ejemplo, en los sonidos extraños que se escuchan a altas horas de la noche), por la consecuente dificultad para predecir sus efectos (como en el caso de los sonidos inesperados que producen los bebés, que constituyen “ruidos peligrosos”, sobre todo para los padres primerizos) y/o por la manera desordenada en que despliegan en el entorno que los contiene (el sonido de un automóvil puede no ser demasiado ruidoso, pero sí lo es el de la suma desordenada de cientos de automóviles en el tráfico). Es así que, aunque partamos de la definición acústica del ruido propuesta por Sangild, cuando nos trasladamos al terreno del análisis sociológico surgen otras maneras de asociar la incertidumbre y la desorganización estructural con el reconocimiento de ciertos sonidos como ruidosos.
Pasemos a comentar ahora lo que implicaría pensar sociológicamente el llamado “ruido comunicativo”. Empecemos, siguiendo con la metodología que inauguramos en los párrafos previos, escuchando un segmento sonoro que servirá para ilustrar esta nueva categoría que he optado por llamar ruido parasitario:
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Este fonograma, que fue grabado en una marcha de protesta por el segundo aniversario de las desapariciones forzadas que tuvieron lugar en Ayotzinapa, Guerrero, el 26 de septiembre de 2014, nos permite percibir un tejido complejo de interrupciones, solapamientos y comunicaciones bloqueadas, en el que las personas disputan un espacio acústico que necesitan para lograr sus respectivos objetivos. En cada caso, los actores sociales aprovechan el entorno generado por la marcha para satisfacer necesidades que en principio no responden (o no directamente) a la agenda política que convocara a la movilización ciudadana. De ahí que la metáfora del parásito, ese ser que se alimenta de la energía de su huésped sin matarlo, pero sin retribuir a la obtención de tales nutrientes, sirve en este caso para entender cierto tipo de dinámicas de ruido que se gestan en el espacio social.
¿Quién es el parásito y quién es huésped en un ejemplo como el expuesto? ¿Quién provee de la energía necesaria para que otros satisfagan sus intereses? ¿Qué es lo que se juega en este tipo de situaciones, y quién define lo que habría de entenderse como ruido respecto a lo que habría de concebirse como sonido funcional? Para cada una de estas interrogantes, no podríamos pensar en respuestas absolutas, sino en roles que se definen a partir de la perspectiva que se adopte. El parásito es aquél que toma sin dar, que funciona sin ser funcional a quien lo hospeda; es el ruido disfuncional el que parasita a sus oyentes, pero siempre en función de lo que ellos esperan. En el siguiente espectrograma, que representa el fonograma anterior, hemos ubicado los sonidos que corresponden a algunas de las perspectivas que se entrecruzan en esta marcha:
Para quien asiste a una marcha con el objetivo de comunicar un posicionamiento político, el sonido de los vendedores ambulantes puede ser una presencia “parasitaria” que se aprovecha de la situación para sacar un beneficio económico; paralelamente, los gritos y las acciones de quienes buscan la confrontación o promueven la llamada “acción directa” (en este caso, los graffiteros que agitan sus latas de pintura y que huyen después de la policía), pueden ser considerados como “sonidos parasitarios” para quienes profesan la “movilización pacífica”; pero en contraparte, los “protestantes radicales” pueden opinar que los marchantes pacifistas parasitan la rabia ciudadana, para expresar a través de canciones, consignas débiles y actitudes celebratorias una molestia social que ameritaría medidas más contundentes; los vendedores ambulantes, por su parte, bien podrían considerar que los asistentes a la marcha están ahí porque se pueden dar el lujo de no trabajar en ese momento; y en medio de ese entramado de intereses, quien busca a “Araceli” entre tanta multitud seguramente querría acallar, al menos por un momento, las voces de todos los presentes. Y por si fuera poco, la “cadena parasitaria” no termina ahí; además de las conclusiones que podamos extender a partir de los sonidos presentes en el fonograma, habría que tomar en cuenta la hipotética opinión de quienes se encuentran ausentes en éste: para los automovilistas que se encuentran, a pocas calles, atorados en el tráfico, para los empresarios que cerraron sus negocios a causa de la marcha, e incluso para la clase política cuya imagen se ve afectada por esta clase de “calumnias”, lo que se escucha no es sino un cúmulo de “ruidos parasitarios”, actos desviados que interrumpen la normalidad urbana en lugar de contribuir, parafraseando a muchos de los conductores molestos que suelen insultar a los marchantes en los cruces viales, “al mejoramiento social de maneras verdaderamente productivas”.
Pero si el parásito se alimenta de su huésped sin matarlo, el predador tiene costumbres menos condescendientes, tal como veremos al abordar la violencia sonora como tercero y último de nuestros ejes analíticos. ¿Qué mejor manera de definir lo ruidoso como aquello que violenta la debida tranquilidad que toda “buena sociedad” debería ofrecer? El ruido es entonces, desde esta perspectiva, el sonido que destruye, que elimina, que se impone sobre el sonar victimizado de sus presas. Escuchemos nuevamente:
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Lo que muestra el fonograma en esta ocasión no es ya una marcha de protesta, sino el final de una rodada ciclista, concretamente una que se celebró el pasado 5 de noviembre de 2016, para conmemorar el Día de Muertos. Cosa curiosa, el recorrido de la rodada fue bastante similar al que la marcha por Ayotzinapa tuviera,1 pero sus dinámicas y motivos fueron bastante diferentes: la celebración ciclista del 5 de noviembre fue un evento familiar convocado por el gobierno de la Ciudad de México, mientras que la marcha fue un acto de indignación y memoria ante una tragedia propiciada por las autoridades gubernamentales del país. Sin embargo, una característica común de ambas congregaciones fue el bloqueo de tránsito automovilístico sobre algunas de las principales calles del centro de la ciudad, lo que en ambos casos provocó la molestia de los automovilistas, misma que en muchos casos se volcó en reacciones violentas hacia los marchantes y los ciclistas que en cada caso protagonizaron el bloqueo.
Si escuchamos antes las distintas capas de “parasitismo” que se dieran al interior de una marcha, lo que oímos ahora es el choque de los ciclistas con quienes esperan recuperar, molestos y desesperados, el espacio y la movilidad que la rodada les hubo arrebatado. Al mismo tiempo, podemos apreciar el uso que los megáfonos y silbatos tienen como herramientas de disuasión para quienes quieren seguir pedaleando a pesar de que el horario de la rodada hubo para entonces terminado. A través del sonido, se busca controlar la movilidad de ciclistas y peatones, con el objeto de regresar el espacio supuestamente público a la “normalidad” acostumbrada. En este ejemplo, el ruido sirve para mantener las cosas “en su lugar”, para que el fuerte conserve su dominio sobre el débil. Nuevamente, el espectrograma correspondiente al fragmento escuchado nos ayuda a clarificar la situación mencionada; nótese a continuación la diferencia de fuerzas y de rangos de frecuencias que existen entre los sonidos que pertenecen al dominado (ciclistas, peatones) respecto a los que emanan de los autos y las autoridades viales:
Decir que el ruido de los cláxons y de los aparatos de amplificación sonora son mecanismos de violencia y de control puede parecernos un clisé, dada la cantidad de estudios que abordan ese tema (Attali, 2011, Kosko, 2006, Hendy, 2013, etc.). No obstante, si he elegido un ejemplo tan común es simplemente para enfatizar que la violencia acústica se encuentra incorporada en un sinnúmero de prácticas de dominación, de confrontación y de disenso que realizamos en nuestra vida cotidiana. El padre que regaña a gritos a su hijo contra el niño que responde con llantos desenfrenados; el muchacho que desafía a toda su vecindad poniendo música estridente a altas horas de la noche, contra al vecino que golpea ruidosamente la puerta; la sirena policial frente al estruendo de la fiesta; la tienda departamental que promociona sus productos a través de bocinas. En todos estos casos, es el factor confrontación, la intención de violentar y la irritación generada en el oyente lo que provoca que un sonido se perciba como ruido. Basta recordar las denuncias de Suzanne Cusick (2008) sobre el uso de canciones de Barney para torturar a presos políticos, para darnos cuenta de que lo ruidoso no siempre se define por las características meramente acústicas de lo que suena; antes bien, es en la relación social entre el escucha, el emisor y el medio de propagación donde radica, en este caso, el carácter estruendoso del sonido.
¿A qué queremos llegar con todo esto? A decir que el fenómeno del ruido no se puede reducir a un problema de “ecología acústica”, como los sociólogos que mencionamos al inicio de este artículo han querido sugerir. En cambio, los ejemplos anteriores nos dejan observar un abanico de situaciones en las que el sonido puede ser concebidos como ruidosos, llegando a provocar y/o manifestar toda clase de conflictos sociales, pero no por ello cabría imaginar soluciones realistas a tales situaciones. De hecho, la idea misma de eliminar los disensos, las incertidumbres y las relaciones conflictivas se antoja no sólo imposible, sino también indeseable en términos de un proyecto social en el que la diversidad y la negociación son aspectos sintomáticos de una comunidad activa. Tal como sugiere el sociólogo Richard Sennet, “las asociaciones directas, cara a cara, podrían en realidad ser estimulantes bajo condiciones de inestabilidad y diversidad” (1975[1970]:163), opinión que concuerda con lo que Simmel planteaba cuando decía: “Si toda interacción entre los hombres es socialización, entonces, el conflicto, que no puede reducirse lógicamente a un sólo elemento, es una forma de socialización, y de las más intensas” (2010:17). Y tal como propone Brandon LaBelle, hablando específicamente del tema que nos ocupa, “el ruido está inexplicablemente vinculado con el lugar [donde se produce], atado a los detalles particulares de situaciones dadas”, razón por la cual este autor considera que “es posible escuchar un lugar y su respectiva vida comunitaria en las agitaciones y las molestias que el ruido inadvertidamente hace evidentes” (2010:59).
Es a partir de estas consideraciones que propongo, precisamente, que a través del ruido se hacen evidentes aspectos de la sociedad que no por conflictivos o molestos dejan de ser elementos constitutivos de la misma. Si en las congregaciones humanas existe, inevitablemente, una fuerte dosis de incertidumbre, de relaciones “parasitarias” y de mecanismos de dominación y violencia, es de esperar que todos estos elementos emitan sonido. Más aun, hay quienes consideran que el poner atención en el sonido ruidoso es una vía para evidenciar rasgos de la sociedad que podrían pasar inadvertidos a otros sentidos. El filósofo Michel Serres, por ejemplo, es contundente al sugerir lo siguiente:
En el comienzo era el ruido; el ruido nunca se detiene. Es nuestra apreciación del caos, nuestra aprehensión del desorden, nuestro único vínculo con con la distribución dispersa de las cosas. La escucha es nuestra apertura heroica a lo problemático y lo difuso; otros receptores sirven para garantizarnos un orden, y en caso de que no otorguen o reciban dicho orden se clausuran de manera inmediata. Ningún otro sentido da cuenta de que que estamos rodeados y al mismo tiempo llenos de fluctuación. (Serres, 1982:126).
No vamos a discutir ahora si las consideraciones de Serres hacen o no justicia al resto de los sentidos, o si serían aplicables de manera directa a un análisis de orden sociológico. Lo que sí sugeriré es que un análisis de las dinámicas sociales basado en el sonido, y más específicamente en aquél que se concibe como “ruido”, puede brindar elementos contradictorios a los que pudieran desprenderse de otros métodos analíticos, o acaso subrayar rasgos diferentes a los que otro tipo de enfoques enfatiza. Si el sonido, a diferencia de la imagen, se percibe como una fluctuación vibratoria que se propaga en todas direcciones, podemos suponer que una escucha sociológica del ruido nos serviría para enfocar los elementos fluctuantes de las relaciones sociales.
BIBLIOGRAFÍA
Attali, Jacques (2011 [1977]). Ruidos. Ensayo sobre la economía política de la música. México: Siglo XXI.
Cusick, Suzanne (2008). “ ‘You are in a place that is out of the world…: Music in the Detention Camps of the ‘Global War on Terror’ ”. Journal of the Society for American Music, 2(1): pp.1–26.
Domínguez Ruiz, Ana Lidia (2014). “Vivir con ruido en la Ciudad de México. El proceso de adaptación a los entornos acústicamente hostiles”. Estudios Demográficos y Urbanos, 29 (1): pp. 89-112.
Hendy, David (2013). Noise. A Human History of Sound and Listening. Nueva York: Harper Collins Publishers.
Kosko, Bart (2006). Noise. Nueva York: Viking Penguin.
LaBelle, Brandon (2010). Acoustic Territories: Sound Culture and Everyday Life. Nueva York: Continuum.
Sangild, Torben (2002). The Aesthetics of Noise. DATANOM. Disponible: http://www.ubu.com/papers/noise.html [Consulta: 2/02/2017].
Sennet, Richard (1975 [1970]). Vida urbana e identidad personal. Los usos del desorden. Josep Rovira (trad.). Barcelona: ed. Península.
Serres, Michel (1982). The Parasite. Baltimore: Johns Hopkins U. Press.
Simmel, Georg (2010 [1904]). El Conflicto. Sociología del antagonismo. Javier Eraso Ceballos (trad.). Madrid: Sequitur.
1Ambas grabaciones fueron realizadas sobre la calle Reforma, en el Centro Histórico de la Ciudad de México. Esta calle es quizás el destino principal de las movilizaciones ciudadanas que se dan en la capital mexicana, tanto de aquéllas que persiguen la protesta política como de otras que buscan objetivos distintos. Por esta calle marcha igualmente el ejército mexicano y las comunidades LGTBQ, sólo por mencionar algunas de las muchas colectividades que se expresan públicamente, año tras año y en diversas ocasiones, sobre la Avenida Reforma.