La civilización occidental y mediática

Jorge David García, agosto de 2018

Primer caso:

Civilizacion occidental y cristiana

León Ferrari presentó en el prestigiado Instituto Torcuato Di Tella su conocida Civilización Occidental y Cristiana, obra que agredió a las buenas conciencias al exponer un Jesús crucificado sobre un avión de guerra. Tomando en cuenta que la blasfemia data de 1965, y que en el ala del avión figuraban radiantes las siglas de Estados Unidos, no hace falta tener demasiada imaginación para captar las connotaciones políticas del gesto. Dato curioso: aquella obra que en su momento fue censurada y que provocara toda clase de reacciones violentas, tiempo después se convirtió en la máxima medalla de su autor, quien en las ultimas décadas de su vida pasó de ser un artista subversivo, a convertirse en uno de los personajes más reconocidos del “arte comprometido” en Latinoamérica.


Segundo caso:

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El afamado compositor Karlheinz Stockhausen, conmocionado por la reciente noticia del derrumbe de las Torres Gemelas, tuvo el “pequeño desatino” de proponer públicamente que la tragedia americana constituía “la mayor obra de arte que jamás haya existido”, una experiencia estética sin precedentes, un “salto hacia afuera de la seguridad, de aquello que damos por sentado, de la vida misma”, que podría considerarse como la máxima conquista del arte. No entraremos en detalles sobre las consecuencias inmediatas de aquella “impertinencia”, ni abundaremos en las fallidas declaraciones de disculpa; simplemente anotaremos que aquel escándalo fugaz dio lugar a un debate acalorado que probablemente habría tenido mayores repercusiones, si el tamaño de la tragedia no hubiera ameritado dejar de lado las disputas estéticas para concentrarse en los problemas reales.


Tercer caso:

 

En cadena internacional, frente a las cámaras intimidantes de la BBC de Londres, el conocido “Yes man” Andy Bichlbaum interpretaba uno de sus mejores papeles: con el nombre de Jude Finlsterra, y simulando ser corresponsal del complejo empresarial de Dow Chemical, ofreció disculpas públicas por el mortífero derrame de gases que aquella empresa perpetrara, veinte años antes, en la ciudad India de Bhopal. Tras anunciar la decisión de “por fin hacer justicia” indemnizando a los afectados de aquel “accidente”, quedaba claro que la broma no podría pasar desapercibida por los verdaderos corresponsales de Dow, quienes a costa del ridículo salieron a declarar que los anuncios de Finisterra no eran reales: ni disculpas ni indemnizaciones habrían de esperar quienes sufrían los estragos del veneno “accidental”. Cuando los Yes Men fueron llamados a declarar, nuevamente frente a las cámaras abiertas de la BBC, el argumento de Andy se limitó a reconocer una (no tan) inocente jugarreta artística.


Los casos anteriores, aunque pertenecen a épocas y contextos diferentes, comparten un aspecto que me interesa analizar: a partir de la estetización de la injusticia y la violencia, tocan nervios muy sensibles de un aparato (pseudo)moral que se caracteriza por los dobles discursos. Desde las “buenas conciencias” cristianas (que sin embargo sostuvieron las dictaduras argentinas), hasta las prolíficas corporaciones que se indignan ante el inaceptable plagio de identidades (pero que no tienen conflicto en derramar veneno sobre pueblos enteros y causar miles de muertes), estamos frente a un patrón que probablemente encuentre su mejor exposición en la tragedia de las Torres Gemelas: el patrón de usar el “bien” como discurso legitimador de la censura y la violencia, en pos de una extensa maquinaria social que utiliza la muerte como fatal recordatorio de su indiferencia hacia la vida.

Complejizando la discusión, llama la atención un aspecto adicional en el que los casos reseñados convergen, que es el hecho de subrayar el potencial destructivo de la tecnología, frente al paradójico potencial creativo que la estetización del “monstruo técnico” trae consigo. Quien se escandalizara en los sesenta por el “horror” de ver a Cristo sacrificado sobre un avión de guerra, hubo de presenciar 36 años después el terrible sacrificio que un avión provocara al estrellarse sobre el símbolo mayor de un paradigma cultural que, no de manera fortuita, tiene a Jesucristo como uno de sus mayores estandartes.

Lo más irónico de todo -y aquí radica el corazón de la tragedia-, es que en ambos casos el espectador tuvo que admitir que se encontraba frente a un espectáculo, cuyas reacciones sociales se debieron en gran medida a la amplificación y el manejo mediático de fragmentos de realidad que tendían fuertemente a difuminarse. En una extraña contradicción, el evento más real de los descritos en nuestros casos pareciera ser el performance de los Yes Men: sólo ahí parece claro el lugar que los diversos actores ocupan, y sólo ahí existe una confesa transparencia respecto al carácter paródico del montaje.

Basta pensar en el histórico momento en el que las cámaras televisivas transmitieron el segundo avión chocando sobre las Torres Gemelas, para entender mejor lo que sugerimos en el párrafo previo. Qué mayor espectáculo podemos imaginar que el noticiero presenciando la noticia que construye, mientras miles de millones a lo largo del planeta observan aterrados el instante preciso en el que el “universo Hollywood” se vuelve realidad. ¿Realmente estaba equivocado Stockhausen al afirmar que evento constituía la expresión más radical de una nueva sensibilidad humana?


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Doce años antes del escándalo del instituto Di Tella, Martin Heidegger dictó una conferencia que habría de convertirse en uno de sus ensayos más difundidos. En La pregunta por la técnica, el filósofo reflexiona sobre los riesgos letales que el desarrollo tecnológico trae consigo. Para alguien que vivió las guerras mundiales y que siguió de cerca la consolidación del nacismo, no sería extraña la reflexión sobre el peligro mortal de las tecnologías de guerra; no obstante, el argumento de Heidegger se enfoca en otro asunto, que es la relación que la técnica tiene con los mecanismos de des-ocultamiento de aquello que se concibe como real: “La técnica es un modo de desocultar. La técnica presencia en el ámbito en el que acontece desocultar y develamiento” (Heidegger: 122).

Partiendo de lo anterior, el gran peligro de la llamada técnica moderna es caer en un estado de desocultamiento generalizado que termine por disolver las conexiones sagradas entre el ser humano y ese real que supuestamente se estaría develando. Si al referirnos a otras épocas hablamos de “oscurantismo” o de “tiempos de tinieblas”, la modernidad representa una era de iluminación radical en la que nada pareciera poder ocultarse, y sin embargo esto conlleva, en palabras del mismo pensador, el peligro de ocultar lo más importante: “el desvelamiento, en el que todo lo que es se muestra en cada caso, oculta el peligro de que el hombre se equivoque en lo desvelado y lo malinterprete” (ibid: 136).

Los argumentos de Heidegger son un tanto fatalistas; peor aún, 65 años después de la conferencia mencionada, todo indica que sus más terribles predicciones se han venido cumpliendo a cabalidad. Sin embargo, es importante señalar que el filósofo plantea una esperanza que resulta relevante para nuestra discusión: frente al riesgo inminente de que el ser humano se pierda a sí mismo frente al huracán del progreso técnico, el arte tiene el papel esencial de ser aquello que salva ante el peligro. De ahí que una cuestión fundamental para el artista contemporáneo debería ser la siguiente: ¿cuáles son los mecanismos de ocultamiento que operan en las prácticas artísticas, y qué se puede develar a través de la creación y la expresión humanas?

Volvamos a nuestros casos de análisis, y preguntémonos de qué manera los acontecimientos estéticos antes mencionados permiten develar al mismo tiempo que trascienden los mecanismos de “iluminismo radical”. ¿Qué nos deja ver la blasfema combinación de elementos simbólicos que la Civilización occidental y cristiana plantea, y qué cosas requieren ocultarse para que el fenómeno estético tenga lugar? ¿Cómo repensar las declaraciones de Stockhausen desde una perspectiva que contemple los distintos niveles de ocultamiento, aunque también las diferentes dimensiones de visibilidad que tuvieron lugar ya no sólo en la tragedia misma, sino también y sobre todo en el acontecimiento mediático que se conoce como el 9/11? ¿Cuáles son las fibras sensibles que una farsa como la de Jude Finisterra provoca, considerando la paradoja de utilizar la mentira para que se exprese la verdad inconfesada?

Ante preguntas tan complejas no nos queda sino considerar los argumentos de Paul Virilio respecto a una máquina de la visión que implica “la automatización de la percepción, la innovación de una visión artificial, la delegación a una máquina del análisis de la realidad objetiva” (Virilio: 77), que no es más que el correlato perverso del desocultamiento radical que preocupaba tanto a Heidegger. En una época como la nuestra, nada se esconde a la mirada del panóptico total que se divierte administrando nuestra imagen. Lo que nos queda simplemente es responder con nuestra propia mirada: observar a la máquina de frente y hablarle en el idioma que sabemos de antemano que ni el cálculo ni el noticiero sabrán comprender.

“En medio del peligro crece lo que salva”, recuerda Heidegger citando un famoso poema de Hölderlin, y con ello nos recuerda la importante tarea que el arte de nuestro tiempo tiene por delante.


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Para concluir, hemos de recordar la fantástica película que arranca el Decálogo de Krzysztof Kieslowski: Amarás a Dios sobre todas las cosas, en la que el director nos confronta con el momento decisivo en el que el ser humano debe elegir entre fundirse con la máquina y defender su propia naturaleza. “I am ready”, repite el ordenador después de haberse librado del más temible de sus obstáculos: el soplo de Dios que se proyectaba en la mirada del niño.

Las escenas inicial y final de la película son brutales como pocas en la historia del cine. El niño cuerpo, niño risa, niño humano capaz de poner en balance los misterios de la creación con los dominios racionales, se convierte al morir en una imagen televisiva que reproduce los vestigios de la batalla perdida.

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Pero en la orilla del lago, en el rincón que pareciera pasar desapercibido por todos, el fuego de Prometeo sigue radiando, recordándonos que somos pura contradicción y que es ahí, en el choque irredimible de ideas, donde podemos contrarrestar nuestra tragedia.

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Bibliografía

Hänggi, Christian. “Stockhausen at Ground Zero”, Fillip Magazine, 15, 2011.

Heidegger, Martin. “La pregunta por la técnica”, en Filosofía, ciencia y técnica. Santiago de Chile: Editorial Universitaria, 1997. Pp. 113-148.

Virilio, Paul. La máquina de la visión. Madrid: Cátedra, 1998.

*Imagen de portada


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