La obra de arte en la era de la red

Jorge David García, diciembre de 2015

Marshall McLuhan, comunicólogo canadiense conocido por sus investigaciones sobre la relación entre tecnología y sociedad, consideraba que los medios tecnológicos son extensiones del hombre. Un siglo antes, Karl Marx analizaba el potencial que dichos medios tienen para amplificar la fuerza de trabajo y para transformar las bases del sistema laboral capitalista. Ambos creían que las revoluciones tecnológicas estaban estrechamente relacionadas con procesos de transformación socio-cultural; cada cual a su manera, uno y otro supieron comprender que las creaciones del hombre son al mismo sus creadoras, con lo que las teorías de ambos pensadores coinciden en advertirnos que, de querer luchar por mejorar las condiciones sociales, debemos tomar en cuenta que éstas se encuentran determinadas por las condiciones tecnológicas de cada sociedad.

Existe, sin embargo, una diferencia fundamental entre las posiciones de Mcluhan y de Marx respecto a la relación entre cultura y tecnología: mientras que el primero argumentaba que el desarrollo tecnológico constituye en sí mismo una revolución cultural que transforma de fondo las relaciones sociales –lo que en el caso de la tecnología eléctrica dio lugar a un sistema tribal que él mismo comparó con el proyecto comunista–, el segundo afirmaba categóricamente que para hacer de la sociedad un tejido comunitario es fundamental luchar contra la desigualdad, la privatización exacerbada y la expropiación del trabajo ajeno, de modo tal que sólo en la medida en que se rompan los mecanismos de explotación capitalista, y más allá de los avances técnicos y de su impacto en las formas de vida, es posible acercarse a esa forma particular de organización humana que él denominara comunismo.

Ni Marx ni McLuhan profundizaron en el tema de las expresiones artísticas de sus respectivos tiempos. El canadiense habló, ciertamente, de la importancia que el arte tiene como proyección adelantada de los cambios en la cultura, pero en general sus ejemplos no pasaron de mencionar vagamente algunos géneros musicales o algunos autores paradigmáticos de la experimentación literaria, y sus observaciones al respecto se limitaron a algunos comentarios al margen de sus estudios sobre los medios de comunicación; en lo que respecta al alemán, fuera de algunas referencias también a la música y a la literatura, presentadas igualmente en calidad de notas marginales, sus trabajos no analizan la repercusión social del arte. Pero a pesar de que ninguno de los dos aborda como tal esta problemática, sus teorías resultan útiles para entender el vínculo que existe en la actualidad entre tecnología, arte y sociedad. De ahí que dedicaremos este ensayo a confrontar algunas de sus ideas con la situación cultural que se vive en nuestros días.

Si bien hablar de desarrollo tecnológico a principios del siglo XXI puede resultar una tarea desbordante, dada la enorme cantidad de innovaciones que a lo largo del siglo XX se dieron en prácticamente todas las áreas de la cultura humana, el enfocarnos en el ámbito particular de la tecnología digital puede servir para entender el giro socioeconómico que estamos presenciando. Si pensamos, por ejemplo, en las prácticas artísticas que se vinculan con los movimientos de cultura y software libres, podemos ver que la tecnología digital representa la posibilidad de potenciar un sistema social más autónomo, horizontal y cooperativo, pero al mismo tiempo constituye un riesgo de caer en un estado de dependencia, control y explotación sin precedentes, en el que un poder anónimo e invisible, una máquina colosal que se construye a partir del intercambio social, llegue a dominar sobre todos los ámbitos de la producción y la creatividad humanas. Dicho de otra manera, el potencial de compartición que el Internet y los movimientos sociales vinculados a éste representan, en este caso en el ámbito del arte, contrasta con la centralización económica y política que las redes digitales, a pesar de su funcionamiento (aparentemente) distribuido, tienen en el fondo. Mientras que miles de millones de personas en el mundo intercambian los productos de su creatividad de una manera aparentemente libre, surgen nuevos sistemas de mercado y de vigilancia masiva que aprovechan el intercambio multitudinario para gestar nuevas formas de privatización capitalista.

¿Qué es más real en este nudo de paradojas?, ¿estamos acaso ante una falsedad, ante una mera ilusión cargada de ingenuidad, cuando creemos que las redes comunicativas permiten un intercambio directo y una producción cultural distribuida?, ¿o pecamos, por el contrario, de paranoia excesiva cuando suponemos que las nuevas tecnologías están llevándonos a un estado de segregación social nunca antes presenciado? Este tipo de preguntas nos conducen a la necesidad de hacer un balance crítico de las potencias y las dificultades que se nos presentan cuando hablamos de la relación entre la creatividad humana y los sistemas de poder que emergen ante una aldea global como la que estamos construyendo.

Un concepto que resulta particularmente útil para abordar este tipo de problemáticas es, precisamente, el de red. Entendiendo la red como un conjunto de nodos que se conectan entre sí bajo una estructura no jerárquica, en la que cada nodo es al mismo tiempo el centro y la periferia del todo, ésta puede ser pensada como un modelo novedoso de comunicación, intercambio y organización social del arte. Si pensamos, además, que el Internet y otras tecnologías digitales funcionan precisamente bajo una lógica de red, se hace evidente la estrecha relación que el desarrollo tecnológico tiene con la cultura desde esta perspectiva rizomática.

Volviendo a nuestro ejemplo de las prácticas artísticas que se derivan de la cultura y el software libres, cabe referirnos a los discursos que consideran que este tipo de prácticas han detonado un cambio en el sistema productivo del arte, cambio que se caracteriza por atenuar la separación entre consumidores y productores, por propiciar el intercambio entre pares, por establecer el procomún como un modelo de propiedad comunitaria, y por promover la apertura y compartición del código requerido para replicar y modificar libremente los proyectos de arte; como consecuencia de ello, en las últimas décadas se construido un circuito de colaboraciones e intercambios artísticos a escala global, sin los cuales el arte libre no podría existir como producto que es de la circulación intercultural. De todos estos aspectos se pueden extraer dos características que se vinculan estrechamente con la noción de red: por una parte la conectividad productiva, que se refiere al hecho de que los vínculos sociales, los flujos informativos y los medios tecnológicos generan en sí mismos productos y procesos que no podrían darse en el aislamiento de cada individuo, y por otra parte la descentralización consecuente de la conexión directa, por lo tanto no centralizada, entre los distintos nodos que conforman un determinado proceso creativo.

Hablando del ejemplo paradigmático de tecnología basada en la red, Manuel Castells explica:

Internet es una creación cultural que permite la creación de una nueva economía y el desarrollo de la innovación y la productividad económica. (…) Internet, cultura de la libertad, la interacción y la participación expresada tecnológicamente, crea una plataforma tecnológica que permite ampliar extraordinariamente el intercambio artístico y cultural; permite la creación de una plataforma de cultura en la sociedad y la expresión de la sociedad civil, y una ruptura de los marcos institucionales de definición de la cultura y el arte oficiales.1

Con este fragmento queda evidenciado que para Castells el Internet “no es solamente ni principalmente una tecnología, sino una producción cultural”, es decir, “una tecnología que expresa una cierta y determinada cultura”.2 Esto quiere decir que la llamada “cultura de redes” no sólo tiene implicaciones económicas y comunicativas, sino que además se encuentra vinculada con un cambio profundo en las capacidades de expresión, interacción, participación y libertad del ser humano, vínculo que afecta tanto a los aspectos mercantiles del arte (intercambio, compartición, financiamiento) como a aquéllos que definen la legitimidad e institucionalización de contenidos específicos; más aún, en los planteamientos de Castells subyace la idea de que la “cultura de Internet” genera nuevas formas de entender el arte en su conjunto, lo que deviene en nuevos modos de percepción y sensibilidad que corresponden con un nuevo sentido de socialización basado en las redes: “el carácter abierto de la red hace que el arte pueda ser realmente democrático”, nos dice este sociólogo, pero también sugiere que el nuevo paradigma artístico traído por el Internet “transforma en formas, colores, sonidos y silencios las manifestaciones más profundas de la experiencia humana”.3 La política, la economía y la “estética autonomista” encuentran en la red, desde esta perspectiva, un espacio de transformación que apenas comenzamos a comprender.

Llevemos ahora nuestra reflexión al cruce de las ideas de Marx con las de Foucault, y pensemos en la caracterización que autores como Michael Hardt y Antonio Negri hacen de la llamada producción biopolítica como una forma de economía en la que “los resultados de la producción capitalista son relaciones sociales y formas de vida”.4 Si tomamos en cuenta que los productos del trabajo biopolítico abarcan el lenguaje, las expresiones artísticas, los afectos, la sensibilidad e incluso el deseo, nos encontramos ante una situación en la que las cuestiones estéticas han dejado de ser autónomas –si es que alguna vez lo fueron– respecto al flujo económico que constituye el capital. En este punto el concepto de la red vuelve a cobrar relevancia, dado que la valorización de todo el cúmulo de bienes inmateriales que se generan en este tipo de producción depende de la conformación de “una amplia red de productores cooperativos”,5 de nodos distribuidos en un tejido inconmensurable de conexiones no jerarquizadas. “Las personas no necesitan jefes en el trabajo”, afirman Hardt y Negri, agregando que lo que necesitan es “una red expansiva de otros con los que [puedan] comunicar y colaborar”.6 He aquí que la conectividad productiva y la descentralización estructural son características inherentes a esta nueva topología de redes, topología que deja ver desde distintos ángulos el giro económico y sociocultural que coincide con la explosión de una nueva revolución tecnológica.

Una idea que se relaciona estrechamente con las consideraciones anteriores es la que Tatiana Bazzichelli desarrolla alrededor del concepto de networking. De acuerdo con esta investigadora, en la era de las telecomunicaciones se ha gestado un nuevo tipo de arte en el que la red constituye el producto por excelencia de las prácticas creativas. Dicho de otro modo, Bazzichelli propone que las redes sociales y tecnológicas que se tejen en este nuevo paradigma no son solamente medios para producir obras de arte, sino que son también el producto mismo de la creación. Bajo la sombra del pensamiento mcluhaniano, el networking bazzichelliano ejemplifica claramente la concepción del medio como mensaje: “el arte de enredar [networking] puede ser visto como metáfora de un arte concebido como red”.7 Esto deriva, siguiendo a la misma autora, en “un tipo de experimentación artística en el que emisor y receptor, artista y público, actúan en el mismo plano”.8 La red horizontal genera arte horizontal cuya producción es la propia horizontalidad conectiva: “enredar significa crear redes relacionales, compartir experiencias e ideas”, pero también “crear contextos en los que las personas se sientan libres para comunicarse y para crear artísticamente de una manera ‘horizontal’”.9 He aquí un enfoque particularmente ilustrativo de una práctica social que produce sociedad, de un tipo de arte que a partir de una apuesta comunitaria genera la comunidad que necesita para existir: de una práctica creativa que en su ejercicio libertario genera la libertad que requiere para ejercer su existencia.

Pensar el arte libre desde el enfoque del networking resulta útil para observar dos rasgos adicionales de la cultura de redes. El primero de estos rasgos consiste en que las estructuras sociales tipo red, al ser resultado de un cúmulo de conexiones horizontales por las que fluye información que se genera y puede ser utilizada por cada uno los nodos que se encuentran interconectados, es un enorme repositorio y una máquina de producción de bienes comunes. Esto es algo que se hace manifiesto en los sistemas de compartición en donde las redes de intercambio cooperativo generan sin cesar un bagaje procomún que es, de hecho, resultante de la acción comunitaria. Por su parte, el segundo rasgo a señalar tiene que ver con el hecho de que la economía biopolítica, al producir prioritariamente bienes inmateriales que se multiplican en la medida en la que son compartidos a través de la red, ya no responde más a una lógica de escasez como la que domina en las etapas industriales del capitalismo, sino a una abundancia generalizada que viene a reconfigurar (o tendría que venir a reconfigurar) las leyes del mercado. Para Hardt y Negri, esta abundancia desemboca en un principio de excedencia que es creativo en la medida en la que requiere de la excesiva creatividad de las personas enredadas para seguir siendo eficiente: “exceder es una actividad creativa”, nos dicen ellos, y con esto nos sugieren que el capital se ha extendido tanto que ha llegado a subsumir en su maquinaria al total de la creatividad humana. Pero también nos dicen que este exceder es, por definición, un proceso de resistencia a los principios de privatización y control laboral sin los cuales el capital no puede sobrevivir: “el valor es creado cuando la resistencia se torna desbordante, creativa e ilimitada y por ende cuando la actividad humana excede y determina una ruptura en el equilibrio de poder”.10

En otros tiempos, Walter Benjamin explicaba que las tecnologías de reproducción técnica estaban transformando la naturaleza del arte.11 Poniendo al cine como ejemplo máximo de esta situación, este filósofo afirmaba que la obra de arte, al perder el aura que su existencia unitaria y contextual implicara en épocas anteriores, pasaba de tener una función ritual a funcionar como un dispositivo de agencia política. Hoy en día, con las innovaciones tecnológicas que se sintetizan en la invención del Internet, habría que preguntarnos qué tipo de función vendría a tener un arte propio de nuestra era. La era de la red exige preguntas sobre la naturaleza de las prácticas creativas y sobre la función que éstas tienen dentro de los procesos de transformación cultural. Si en tiempos de Benjamin la lucha se daba entre un arte politizado con tintes revolucionarios y la expresión artística del fascismo (misma que Benjamin observava en movimientos como el futurismo), hoy en día la lucha se da entre una red horizontal, que promueve lo común y rechaza la privatización e imposición de deseos meramente mercantiles, y un tejido neoliberal que aprovecha la red para expropiar y privatizar la creatividad comunitaria.

Pero a diferencia de la época benjaminiana, en la que el triunfo de uno u otro panorama dependía de fuerzas macropolíticas que estaban más allá de la voluntad de las personas “comunes y corrientes”, en el contexto actual la batalla depende, al menos en una proporción considerable, de las acciones que cada individuo, colectivo y movimiento social realicen y difundan a través de una red que, aunque se encuentra representada en innovaciones tecnológicas como el Internet, excede los dominios de la tecnología para instalarse en lo que toda red social ha sido siempre: no una serie de conexiones maquinales (cables, contactos, dispositivos), sino una constelación de flujos informáticos que no hacen más que facilitar el intercambio humano. La red tecnológica es, en código mcluhaniano, “sencillamente” una extensión de la capacidad humana de generar redes de comunicación y de intercambio. Aunque esta extensión no tiene en realidad ninguna sencillez; por el contrario, es tan compleja como compleja es la comunicación del ser humano, su capacidad para relacionarse socialmente, tan compleja como la fuerza colectiva que surge cuando la multitud colabora en acciones comunes.

El arte es, entonces, un espacio cultural en el que las redes tecnológicas se materializan en redes sociales. Sea que hablemos de arte remix o de plataformas colaborativas en Internet, es fundamental no perder de vista que quienes cargan y descargan arte digital, quienes aplican su creatividad en la creación de obras artísticas, quienes comparten y disfrutan de la música, el cine o la fotografía que se crean y distribuyen a través de las computadoras, son personas de carne y hueso que habitan en el “mundo real”. Tampoco hemos de ignorar que ni los chats ni los blogs, ni los canales de video ni las redes sociales masivas sustituyen la voz de quienes construyen dichas plataformas a partir de sus ideas e imaginarios. En todo esto lo que tenemos es una red de creatividades compartidas que, en la medida en la que los artistas sean conscientes de las repercusiones sociales de su labor, es capaz de alimentar los rasgos de libertad comunitaria que se encuentran potencialmente presentes en la era de la red, rasgos que atañen tanto a la economía como al deseo y la sensibilidad, y que tendrán mayor potencia cuando consigan sintetizar las distintas dimensiones de la revolución cultural que estamos viviendo.

La pregunta que nos queda, la que no termina todavía de confrontarse, es cómo podrían los artistas convertir todas estas síntesis conceptuales en acciones concretas, en hechos constatables que hagan de la red un espacio de libertad y no sólo una máquina de privatización extendida de la voz comunitaria.

He ahí una cuestión que requiere de toda nuestra creatividad, de todo el potencial de imaginación artística, pero también de una voluntad política que sepa distinguir el intercambio directo de los monopolios informáticos que están, a pesar de todos nuestros optimismos, convirtiendo las redes en un sistema centralizado. Hoy en día vemos moribundas a las promesas comunitarias, libertarias e igualitarias que tanto han alimentado al paradójico monstruo de la red. ¿Qué tendremos que imaginar, entre todas y todos, para contrarrestar un diagnóstico tan alarmante?


1 Manuel Castells, “La dimensión cultural de Internet”, Andalucía Educativa, N.36, Abril de 2003, p.10.

2 Ibid, p.7.

3Castells, La Galaxia Internet, op. cit., p.226.

4Hard y Negri, Commonwealth, op. cit., p.145.

5Ibid, p.185.

6Ibid, p.355.

7Tatiana Bazzichelli, Networking. The Net as Artwork, Digital Aesthetics Research Center, 2008, p.26.

8Ibid, p.18.

9Ibid, p.26.

10Ibid, p.322.

11Cfr. Walter Benjamin, La obra de arte en la era de su reproductibilidad técnica, op. cit.

*Imagen de portada

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