Jorge David García, abril de 2015
Cada viaje es una migración. Uno siempre lleva consigo su cuerpo cuando viaja. El cuerpo muta en cada tránsito, deja correr aires distintos por sus entrañas, y al mismo tiempo deja en su recorrido rastros imborrables de su paso; recibe y otorga, consume y desecha, se alimenta y nutre los caminos que le sirven de suelo.
El cuerpo, en su viaje, produce ruido y se enfrenta a lo ruidoso: a los sonidos que los caminos que lo reciben no saben de antemano descifrar, y al previo sonar, en un primer momento incomprensible, de los lugares que el migrante descubre en sus andanzas. Cada paso por un lugar es un proceso de aprendizaje, un jugar a dar sentido a lo que antes no lo tenía, un incorporar a la música del paisaje, al previsible sonar de los pasos cotidianos, los ruidos que se generan cuando el peatón inmigrante, incómodo por sorpresivo, se encuentra con la tierra desconocida.
El viaje que nos atañe es uno que ha producido mucho ruido. Hemos volado sobre muchas fronteras; sin darnos cuenta, hemos recorrido el camino que ha llevado a muchos cuerpos migrantes a la muerte, a muchos otros al exilio, y a otros más a encontrarse con el sueño, bueno o malo, que habría de marcar su destino.
Estas notas son un testimonio, un esfuerzo por verbalizar algunos de los ruidos que han surgido de esta migración. Nos hemos trasladado desde México hasta Portland, desde Portland hasta Greeley, y hemos sido objeto de sonidos extraños que, a fuerza de no poder ser expresados con palabras, han terminado por corporalizarse y confundirse con nuestros propios ruidos.
A continuación, tres fragmentos de lo que nuestros cuerpos han sufrido en este tránsito.
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