Jorge David García, marzo de 2015
La ficción es un ámbito literario que, aunque trata de tramas y personajes imaginarios, muchas veces refleja la realidad mejor de lo que los relatos históricos pueden conseguir. En parte porque a través de metáforas logran expresar los tabúes sociales que no pueden ser nombrados de manera directa, y en parte porque por medio de figuras y situaciones extraordinarias manifiestan los temores, las fantasías, los deseos que desbordan el campo de lo realista, los cuentos, las novelas y las obras teatrales –entre otras formas de literatura ficticia– nos permiten observar aspectos de la cultura que no son evidentes a los análisis políticos, económicos o sociológicos que buscan explicar los fenómenos sociales únicamente a partir de sus “hechos” y “verdades”. Quizás por eso Marx comienza sus manuscritos Grundrisse haciendo referencia al personaje novelístico Robinson Crussoe, y McLuhan abre su Galaxia Gutemberg aludiendo al Rey Lear de Shakespeare.
Siguiendo los pasos de McLuhan y de Marx, este artículo girará en torno a un personaje ficticio, casualmente tomado, al igual que el Rey Lear, de una tragedia shakespeareana. Sin embargo, en este caso no aludiremos a un héroe monárquico ni a alguna noble figura que nos muestre la versión más refinada de la “alta cultura”, sino que haremos referencia a un monstruo antiheróico que representa una amenaza a los valores culturales, a la jerarquía social y a la noción de justicia que la monarquía representara en la época de Shakespeare. Nos referimos, como puede suponerse por el título de este escrito, al esclavo monstruoso de La Tempestad: al humillado, al ruidoso, al deforme Calibán que el hechicero Próspero tuviera a su servicio. “Si descuidas o haces tu labor de mala gana”, dice Próspero a Calibán en las primeras escenas de la tragedia, “rugirás tanto que hasta las bestias temblarán de oirte”. La respuesta del monstruo ante tal advertencia pasa por distintos estadios a lo largo del drama, llegando al final a un terreno de ambigüedad en el que éste se resigna a obedecer al mago, pero sin retractarse del resentimiento que lo llevara escenas antes a tratar de asesinar a quien representa la prosperidad en este relato.
¿Por qué hablar de Calibán en un texto cuyo subtítulo alude a la música noise y a su presunta relación con los procesos de autonomía? Porque su historia puede ser interpretada como una analogía del sometimiento que el ruido tiene por parte de la “alta cultura” musical, y porque su rebeldía puede ser comparada con la subversión que las músicas ruidosas constituyen con respecto al paradigma artístico-cultural que domina en las sociedades capitalistas. Si Calibán es un personaje repugnante es porque carece de la nobleza que Próspero y su hija tienen como representantes de una clase social privilegiada; monstruo como los pobres, como los obreros, como los indígenas colonizados, como los ruidos molestos que la “música culta” debe evitar a toda costa, este personaje viene a representar el modo en el que los valores subjetivos son determinados por lo que Carlos Marx denominara hace siglo y medio como conflicto de clases. De la misma forma que la monstruosidad del esclavo viene dada por el amo, la definición del ruido como excedente, como disturbio, como carente de sentido, viene dada por una perspectiva que no fortuitamente corresponde al gusto musical de quienes tienen el poder político y financiero. El rugido de Calibán es el grito del excluido, del marginado, del proletariado, del que se detesta pero es al mismo tiempo necesario para que la máquina automática funcione. ¿Pero qué ocurre cuando el monstruo se subleva, cuando encuentra un espacio de locución y cuando subvierte los valores de aquél que antaño lo sometiera?
De acuerdo con la lectura anti-colonialista que Michael Hardt y Antonio Negri hacen de nuestro personaje, “la cultura de Calibán es la cultura de resistencia que vuelve las armas de la dominación colonial contra esta misma… desde la perspectiva del colonizado, en su lucha por la liberación Calibán, que está dotado de tanta o más razón y civilización que los colonizadores, es monstruoso sólo en la medida en que su deseo de libertad excede los límites de la relación dialéctica de biopoder” (Hardt y Negri, Commonwealth, p.111). Según estos autores, el actual contexto político y económico ejerce sobre las personas un poder que se extiende sobre los rasgos más básicos de la vida (de ahí el término biopoder), por ejemplo sobre las relaciones sociales, el deseo, la sexualidad o el pensamiento. Desde una visión totalizante, este biopoder determinaría la conducta y la necesidad afectiva de los sujetos para que respondan a las necesidades unívocas del mercado; pero desde una visión desbordada, como la que ellos relacionan con la rebeldía de Calibán, emergen nuevas potencias sociales que no son vistas ya como una mera negatividad que debe ser atacada, sino que encuentran un lugar de enunciación alternativa que abre nuevos campos de resistencia y de transformación cultural. Cuando dejamos de hablar del negativo que se opone a los principios de la positividad, y comenzamos a hablar del otro que se afirma como agente legítimo de formas alternativas de producción, de pensamiento y de deseo, dejamos atrás la cultura de Próspero y entramos en un extraño territorio que en términos musicales puede ser comparado con el ruido, y particularmente con la música estruendosa, “deforme” y sin sentido que genéricamente se conoce como noise.
Un discurso común en los análisis sobre este tipo de música es que ésta constituye una práctica potencialmente propicia para que escuchas y ruidistas disloquen sus valores y costumbres, sus formas de pensar, de sentir y de relacionarse con el desarrollo tecnológico (leer, por ejemplo, el conocido libro Noise/Music de Paul Hegarty, o el también famoso Ensayo sobre la economía política de la música de Jacques Attali). No obstante, una pregunta que suele quedar abierta en los debates sobre el tema es hasta qué punto dicha potencia puede actualizarse para conformar procesos sociales que transformen la realidad de manera efectiva, generando alternativas concretas al sistema cultural todavía dominante, y hasta dónde esto tendría consecuencias políticas que nos llevaran a reafirmar la hipótesis que Attali propone en el ensayo referido, a saber, la de que en las prácticas de ruido se pueden observar destellos de una forma de organización social distinta de la que rige el aparato capitalista. En otras palabras, la cuestión es si la teoría sobre el noise nos habla de un fenómeno que puede ser observado en la práctica cotidiana de quienes se dedican a hacer música con ruido, o si se entregan a una reflexión abstracta en torno a circunstancias que difícilmente se articulan en los hechos. Aunque no pretendemos dar en este breve ensayo una respuesta definitiva a dicha interrogante, lo que sí podemos afirmar es que en todo caso, de ser el noise un espacio cultural en el que existen rasgos de un sistema social alternativo, éstos resultan excepcionales frente a un mercado cultural que absorbe a la vasta mayoría de las expresiones artísticas, incluidas muchas expresiones ruidistas, en un sistema de producción más afín a los preceptos capitalistas que a las cualidades de autonomía, horizontalidad y cooperación que tanto Hardt y Negri como Attali consideran características del sistema socio-cultural que vendría a suplantar al capitalismo. ¿Estamos sugiriendo, acaso, que todas estas travesías argumentativas no son más que ficciones incapaces de culminar en propuestas de transformación realista?
Sí y no. Sí porque en los escritos sobre el tema es común que no se estudie a profundidad cómo la industria cultural absorbe y enmarca a la mayoría de las prácticas de noise, (y de muchas otras expresiones presuntamente contra-culturales), en una lógica mercantil que contradice los argumentos más progresistas y revolucionarios sobre este particular; no porque a pesar de su carácter minoritario y del constante riesgo a ser neutralizados por el sistema artístico dominante, existen diversos proyectos ruidistas que apuestan por un sistema de producción que no se rige por la propiedad privada, por el individualismo ni por la explotación laboral, y que exploran formas de sensibilidad que van en una dirección distinta a las que son promovidas por las grandes industrias musicales –como ejemplo de ello, basta pensar en que la escena noisera sigue dependiendo en buena medida de las disqueras independientes y de los eventos autogestionados para seguir existiendo. Aunado a ello, cabe enfatizar que, además de sus acciones sonoras, es común que los músicos ruidistas enuncien discursos que van en contra de los códigos mercantiles que se observan en otros contextos. Es verdad que los discursos no siempre son del todo congruentes con los actos de sus autores, de la misma manera que los relatos de ficción no siempre corresponden directamente con las circunstancias sociales que les sirven de modelo, pero esto no elimina que el hecho mismo de enunciar un determinado posicionamiento es señal de que aquello que se expresa forma parte de un imaginario, y de que ello repercute en la producción y recepción, en este caso, de las músicas ruidosas; si las ficciones más disparatadas tienen importantes efectos en el mundo que las alberga, ¿por qué no habrían los discursos más “ingenuamente” revolucionarios sobre el ruido tener también efectos sobre la realidad que les sirve de contexto?
Volviendo al asunto de lo minoritario y de lo que tiende a ser neutralizado por el sistema artístico dominante, resulta interesante considerar la lectura que Hakim Bey –nombre ficticio del pensador anarquista Peter Lamborn Wilson– hace de Calibán como un personaje que representa la autonomía y la libertad que potencialmente se albergan bajo el regazo del mismísimo imperio:
Calibán, el salvaje, está alojado como un virus en la misma maquinaria del imperialismo ocultista; los animales/humanos del bosque están investidos desde un principio con el poder mágico de lo marginal, lo excluido y lo desterrado. Por un lado Calibán es feo, y la naturaleza una “inmensidad aullante”; por otro, Calibán es noble y soberano, y la naturaleza un Edén. (Hakim Bey, Zona Temporalmente Autónoma).
Con estas palabras, Hakim Bey nos recuerda la imagen marxista del sepulturero capitalista que cava su propia tumba, de modo tal que la fuerza “natural” del monstruo edénico puede ser comparada con la fuerza común que los trabajadores libres desarrollan con ayuda de los medios tecnológicos. Aunque debemos advertir que, a diferencia de la metáfora marxista que deposita la potencia revolucionaria en la clase trabajadora en tanto masa social, la de Bey confía más en los monstruos excepcionales que encuentran en su carácter efímero y minoritario su principal fuerza sublevante.
Para el filósofo anarquista, el trabajo político más determinante en términos de transformación social no es aquél que construye revoluciones permanentes (lo que es de por sí una contradicción de términos), sino el que se concentra en generar sublevaciones transitorias que establezcan procesos de autonomía temporal. Bajo el nombre de Zona Temporalmente Autónoma (TAZ, por sus siglas en inglés), Hakim Bey denomina a los procesos de liberación que no pretenden ser duraderos ni extenderse a nivel masivo, sino que se entregan a su especificidad histórica a sabiendas de que tarde o temprano serán recuperados por el poder hegemónico del cual se liberaron. Estas zonas pueden ser pensadas como ocasiones de fiesta, en el sentido de que son eventos extra-ordinarios en los que se las conductas sociales propias de la cotidianidad se ven transgredidas. En estas fiestas se generan nuevas formas de relación social que bien podrían ser la semilla de futuras revoluciones y procesos de cambio permanente, o que bien podrían limitarse a la experiencia liberadora del momento específico en el que ocurren; no es necesario que los procesos de autonomía se establezcan en instituciones revolucionarias para que tengan efectos sociales inmediatos, efectos que para Bey pueden ser tanto o más determinantes para la vida que las circunstancias (macro)políticas: “admitamos”, propone el anarquista, “que por una breve noche una república de deseos se vio gratificada. ¿No confesaremos que la política de esa noche tiene más fuerza y realidad que, digamos, el gobierno de la nación en pleno?”. (Ibid.)
Pensar el ruido, en su concreción específica en las prácticas de noise, como una Zona Temporalmente Autónoma, puede ayudar a comprender los alcances reales de esta potencia ficticia. No obstante, esto sigue sin explicar cómo podría el rugido de Calibán ser la expresión artística de un sistema económico, político y social que deje atrás los vicios de Próspero, en aras de un futuro más libre y democrático. Es posible que para esto no nos sea suficiente hablar de autonomía temporal, y tengamos que pasar a hablar de cuestiones más amplias como la economía, la justicia social o la libertad cultural que sólo puede ser comprendida en un proyecto de libertad social que no se conforme con excepciones festivas, sino que busque modificar los principios de opresión que siguen siendo la norma. No basta con encerrar a Calibán en un zoológico de buenos tratos, ni con sacarlo los domingos a que corra libremente; así sigamos hablando en un tono ficticio, debemos ser capaces de imaginar un drama en el que las rejas se derrumben y en el que el monstruo deje de vivir subsumido en los conjuros del hechicero. Por supuesto, éste no es un problema que pueda resolverse únicamente a través de la música noise ni de ninguna otra forma de expresión humana; sin embargo, el hecho de reconocer que el ruidismo puede ser un espacio para la liberación temporal, y al mismo tiempo de que esto no es suficiente para pensar en un proyecto de liberación a gran escala, puede ser un primer paso para saber por dónde caminar sin caer en la ilusión de que estamos volando.