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las palabras
a las palabras
sin palabra
los pasos
a los pasos
uno a
uno
(Beckett)
Yo soy obsesivo compulsivo. El lodo, la intemperie, las excresiones humanas y no humanas, la humedad, generan en mi mente una ansiedad sinsentido, un exceso irracional que basta señalar para traer a mis recuerdos la confrontación que implicó, en mi caso, la escuelita.
En el comienzo fue la incertidumbre; acto inmediato, ocho horas de trayecto entre baches y deslaves; sudor, tierra, contacto con extraños que tosían, bostezaban, escupían o sencillamente lo miraban a uno como traspasándolo, rompiendo toda intimidad necesaria para vivir sin volcarse en paranoia. Después llegaron los baños con su módico diseño al aire libre, sin puertas, nuevamente sin intimidad y con el detalle nada menor de estar siendo obervado hasta en los actos más irreverentes. Al menos defecar, pensaba, tendría que ser un espacio para reafirmar esa enferma individualidad que de golpe me había sido arrebatada. (La individualidad, no la enfermedad, me había sido arrebatada). Ni siquiera ese favor me fue concedido.
Lo primero que hice cuando volví de la escuelita fue llorar. Sin embargo, y después de cinco días de romper forzadamente los hábitos de la obsesión, de preguntarme, incluso, cómo entender mis ‘malestares’ en la Selva Lacandona, tuve que reconocer que mi llanto no se reducía a la impotencia o la frustración. No eran los patos en el inodoro, ni el abundante lodo que se metía entre las botas, ni la falta de puertas, ni siquiera mi votán (al que por otro lado llegué a apreciar mucho) que me observaba todo el tiempo, lo que vino a mi mente en primer lugar. En cambio, la primera imagen de mis recuerdos fue la fila de pasamontañas que nos recibió cuando llegamos al caracol Roberto Barrios: los zapatistas aplaudían, gritaban “viva” mientras bajábamos del carro sin saber a dónde habíamos llegado. Más allá del sonido, en sí tan peculiar, de los aplausos masivos; más allá de la imagen cuasi estereotípica de los encapuchados lacandones; más allá de las montañas, el silencio o el gusto que siempre da el sentirse recibido, lo que más me conmovió fue la esperanza que emanaba de aquellas miradas. De las suyas y acto seguido de las nuestras. Poco después era difícil seguir separando. Por un momento que se convirtiría en cuatro días más, dejamos de hablar de mí, de ti, de ustedes, para hablar sencillamente de nosotr@s. De una esperanza compartida que traspazaba los individualismos obsesivos, aunque no por ello eliminaba la impúdica confrontación que tuvo pinceladas de tortura. La esperanza, en definitiva, no se lleva bien con el sentido de obsesión que tanto me aquejó durante aquellas jornadas, y en ello radica la verdadera moraleja de este viaje sin regreso.
Obsesión: “perturbación anímica producida por una idea fija”.
Uno de los aspectos que más me impresionaron de la política zapatista fue su disposición a no aferrarse, a no dejarse perturbar por una idea fija; su apertura cuestionar, siempre en comunidad, sus propios principios operativos. Bajo modos de organización básicamente asamblearios, las compañeras y compañeros de los tres órdenes de gobierno zapatista carecen de un manual cerrado, constitucional, que establezca maneras definitivas de resolver los problemas. “Tenemos que ver la forma en que tenemos que gobernar -nos dice Salomón-, aunque realmente para aprender sí cuesta porque, como decían algunos compañeros, no hay un instructivo”. ¿Carecen, entonces, de códigos sociales, jurídicos, gubernamentales? Claramente no. Basta escuchar los diferentes testimonios, las voces de miembros de las Juntas de Buen Gobierno que nos explican sin titubear sus formas de organizarse; basta platicar con hombres y mujeres de diferentes comunidades, de lenguas y costumbres diversas, para darse cuenta de que existen ciertamente códigos que unifican, sin homogeneizar, la lucha zapatista. Unidad versus diferencia. Estabilidad y movimiento conjugados en un principio común sustentado en la dignidad, la paz y la justicia. No un principio obsesivo en el sentido de ser perturbador, fijo, centrado en las obsesiones individuales, sino un principio esperanzador que parte del nosotr@s. Una sociedad de código abierto.
Para quienes nos dedicamos a tareas relacionadas con la cultura libre, es inevitable asociar el código zapatista con los principios stallmanianos que definen al software libre. Richard Stallman, quien en la década de 1980 inauguró un movimiento que pretendía resistir a la embestida privativa de las grandes corporaciones informáticas, considera que el software libre es aquel que respeta no sólo la libertad de los usuarios, sino también “la solidaridad social de la comunidad”, de manera que se trata de “un asunto ético” que apuesta por el trabajo justo, colaborativo e independiente. Según Stallman, para alcanzar la libertad es necesario establecer un sistema de código abierto basado en cuatro libertades esenciales: 0) la de ejecutar un programa de acuerdo con las necesidades de cada miembro de la comunidad; 1) la de estudiar el código fuente y modificarlo, según los requerimientos particulares de cada persona o comunidad específica; 2) la de “ayudar a los demás” haciendo copias exactas del programa y distribuyéndolas libremente; y 3), la de contribuir a la comunidad mediante la distribución de versiones derivadas. De esta manera, las comunidades de software libre, al respetar las cuatro libertades mencionadas, establecen un sistema de colaboración y autoregulación que aunque mantiene reglas unificadoras no se basa en un código inamovible, fijo, unilateral, sino que responde a las voluntades colectivas que con su hacer cotidiano construyen juntas su propia realidad.
Volviendo a las comunidades zapatistas, éstas también mantienen un código unificador que en este caso se basa en siete principios esenciales: 1) servir y no servirse, 2) representar y no suplantar, 3) construir y no destruir, 4) obedecer y no mandar, 5) proponer y no imponer, 6) convencer y no vencer, 7) bajar y no subir.
Bajar y no subir: la lucha se ejerce desde abajo. Y desde abajo puede el código cambiar, puede el animal social transformarse, mientras no se pierda la columna vertebral de su existencia: la justicia digna, compartida, que garantiza que los universos posibles, que conforman ese “otro mundo donde caben muchos mundos”, no se devoren entre sí.
Devorar: “tragar con ansia y apresuradamente”.
Una de las ideas más recurrentes que vienen a mí después de la escuelita, es que el estado de obsesión tiene muchas coincidencias con las formas de organización social que dominan en las ciudades. En un perpetuo estado de devoración, la gente se sostiene de sus múltiples ansiedades. Siempre con prisa devoran el aire, devoran el dinero que pareciera ser el único alimento que se hace mierda antes de digerirse. El capital se reduce a una idea vaga, apenas asequible para los grandes empresarios y los políticos que todavía mantienen sus burbujas casi intactas. Para el resto, sólo queda una idea nostálgica de bienestar que se confronta todo el tiempo con la realidad frenética que nos devora. Devorar: “dícese del animal que traga a su presa”.
Tal vez por eso fue tan confrontadora la experiencia zapatista. Quizá por eso mis ideas obsesivas se confrontaron tanto con las formas diferentes de vida, con el otro mundo posible que no parece compatible con el mío. Para Stallman, la filosofía que subyace el movimiento de Software Libre tiene la potencia de transforman las realidades urbanas, la “era del silicio”, con base en las formas comunales de sociedad que muchos pueblos indígenas nos muestran. Los zapatistas insisten en no estar inventando nada nuevo, sino, al contrario, reivindicando tradiciones milenarias que fueron mutiladas por la obsesión. La obsesión por el poder, por el dinero, por la posesión, se parecen a los fantasmas que habitan una mente compulsiva.
Yo estoy obsesionado, entre muchas otras cosas, con querer cambiar al mundo. La principal enseñanza de la escuelita zapatista fue que, para hacerlo, era preciso abandonar ideas fijas, perturbadoras, y comenzar a confrontar la realidad con todas sus excreciones. Al ser humano en su enorme complejidad. Dejar de devorar para comer, juntas y juntos, el pedazo de dignidad que todavía nos queda.
El software libre y el zapatismo se tocan en una intención activa -no obsesiva- por construir lazos comunales que construyan en su acción un mundo diferente. Ante la pregunta, tantas veces repetida, de cómo llevar a las ciudades la experiencia zapatista, el código abierto se nos presenta como un concepto útil, pues permite vislumbrar formas de autonomía y comunidad que funcionen incluso sobre el fango cementado de los centros capitalistas. ¿Difícil? Sin duda. Propiamente un ejercicio de resistencia. Resistencia que confronta nuestros sueños con la difícil realidad de nuestro entorno, de nuestro territorio y, de una manera aún más complicada, de nuestra propia mente obsesionada. Porque en el decidido caminar por la selva lacandona hemos aprendido una lección conmovedora: cuando los calcetines se llenan de lodo, el adentro y el afuera se confunden, se entremezclan, dejando ver que cualquier transformación del mundo comienza por transformar nuestra cabeza.
Abrir el código obseso: la más urgente de las tareas.
Ya decía Beckett:
Al final de qué acecho
creyó el ojo atisbar
el fondo extremo de la nada
moverse débilmente.
La cabeza le calmó diciendo:
sólo fue en tu cabeza